Anahí Lazzaroni: sus respuestas y poemas
Entrevista realizada por Rolando
Revagliatti
Anahí Lazzaroni nació el 30 de agosto de
1957 en la La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, la Argentina, y
reside desde el 24 de diciembre de 1966 en Ushuaia, capital de la provincia de
Tierra del Fuego. Fundó y co-dirigió la Revista “Aldea”. Poemas suyos han sido
traducidos al francés, italiano, inglés, coreano, portugués y catalán. Ha
colaborado en numerosas publicaciones periódicas nacionales y extranjeras en
soporte papel y también electrónico. Fue incluida, por ejemplo, en los
volúmenes “Antología del empedrado” (Libros
del Empedrado, 1996), “Poesía argentina
año 2000” (Tomo 1, selección y prólogo de Marcela Croce, Instituto de
Literatura Argentina “Ricardo Rojas”, Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Buenos Aires, 1999), “Cantando
en la casa del viento – Poetas de Tierra del Fuego” (selección y prólogo de
Niní Bernardello, EDUPA Editorial Universitaria de la Patagonia San Juan Bosco,
2010), “Antología federal de poesía –
Región Patagonia” (Editorial Consejo Federal de Inversiones, 2015), “La frontera móvil” (Antología de poesía
contemporánea de la Patagonia Argentina, selección y prólogo de Concha García y
epílogo de Luciana Mellado, Ediciones Carena, Madrid, España, 2015). Publicó
los poemarios “Dibujos” (1988), “El poema se va sin saludarnos” (1994,
en el volumen se incluye “Dibujos”), “Bonus track” (1999), “A la luz del desierto” (2004, en el
volumen se incluye “Acechar el haiku”,
poemario inédito hasta entonces), “El
viento sopla” (2011). Se ha publicado en 2014, a través de la Editorial
Académica Española, Madrid, España, el libro “Poesía de la Patagonia fueguina – Una aproximación a la obra de Anahí
Lazzaroni” de María Emilia Graf.
1 — A tus nueve años comenzaste a residir
en la segunda ciudad más austral del mundo. ¿Cómo fue allí tu adaptación al
colegio primario, a las bajas temperaturas, al viento, al maravilloso paisaje
durante la presidencia de facto de
Juan Carlos Onganía? ¿Y cómo fue tu adolescencia, tu colegio secundario ya
concluyéndolo durante la constitucional presidencia de María Estela Martínez de
Perón?
AL — Mi
madre, que era maestra y mi padre, que era abogado, atraídos por el modo de
vida de ciudad chica, casi pueblo, decidieron que nos radicáramos aquí. Me
acostumbré rápido aunque extrañaba tremendamente no poder ver televisión: era
una verdadera teleadicta. Llegamos a fines de diciembre y recién en la
primavera comenzó a transmitir el primer canal de televisión:
recuerdo esos meses "oscuros". Completé lo que me restaba de la
primaria en el Colegio “Don Bosco”, de los salesianos: el director y el
profesor de religión, más algún otro que circulaba por ahí eran sacerdotes; al
frente de los grados se desempeñaban maestras laicas. Era una institución muy
exigente en la conducta y en el estudio. Como yo padecía de una timidez
galopante no me resultaba difícil lidiar con el buen comportamiento, tampoco
con la aplicación. Los
primeros inviernos fueron mi regocijo: contraje gripes que me permitieron
olvidarme del colegio durante unos quince días por ciclo escolar. Los
fines de semana circulaba en trineo por las calles del barrio. Igual, más allá
de todo esto, yo era solitaria. La vida, a causa de mi acondroplasia, el tipo
más común de enanismo, se me hacía ardua; no eran épocas de psicólogos ni de
psicoanálisis, por lo menos para la gente de clase media de provincias.
En cambio fui feliz en mi adolescencia.
Cursé el secundario en el Colegio Nacional y Polivalente “José Martí”. Fue a
mediados de los ‘70, en una fiesta en Buenos Aires, cuando le comenté a un cineasta
cubano sobre el nombre de ese establecimiento al que había asistido y casi me
abraza de la emoción. Si
el “Don Bosco” era duro, el “José Martí” simbolizaba la libertad. Estudiaba lo
mínimo para no llevarme materias, lo único que me interesaba era leer, escuchar
música y salir con mis amigos como cualquier adolescente.
Sabía, sí, en mi niñez, que Onganía no
había sido elegido por el pueblo, que era de temer, y que en la revista
"Tía Vicenta" el humorista Landrú lo apodaba la Morsa. De
la presidencia y derrocamiento de María Estela de Perón no sé... Cada tanto,
leía libros como "El 45: crónica de un año decisivo” de Félix Luna
o "La saga de los Anchorena" de Juan José Sebreli. Pero carecía de una
cabal conciencia de la transcendencia histórica de todo aquello.
2 — A tus diecinueve años concurriste
al Curso Intensivo de Poesía Argentina Contemporánea dictado en Ushuaia por la
también platense y reconocida escritora Ana Emilia Lahitte (1921-2013).
AL — Sí,
me fue muy útil: gracias a Ana Emilia se argentinizaron mis lecturas. Accedí a autores
que sin ese curso hubiera demorado en descubrir. El enorme
deslumbramiento
fue con Alejandra Pizarnik. En el verano de 1977, trasladada por un ómnibus que
iba de Buenos Aires a la ciudad de Rosario, la leí por primera vez: tenía
conmigo su sexto poemario: "Extracción de la piedra de locura".
Acá no había librerías, vendían algunos libros en una casa de importación y
también estaba la Biblioteca, que poseía sólo unos diez mil títulos. Cuando
viajaban amigos o familiares a ciudades más pobladas, yo aprovechaba para que
me proveyeran de parte de lo que iba necesitando. Ana Emilia tenía mucho carácter,
me atemorizaba un poco. Imaginate, yo recién comenzaba a escribir más o menos
en serio y ella era la desmesura en persona, altiva y algo teatral. Fue mas
tarde que reconocí su generosidad con los poetas en ciernes.
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— ¿Y de esa sostenida sensación de libertad, de liberalización, de fluidez
social obtenida durante tu secundario, ya egresada, Anahí, ya recorriendo tu
década de veinteañera, cómo prosiguió tu propensión a ensimismarte, a
recluirte? ¿Cómo fuiste elaborando, asumiendo, resolviendo las limitaciones que
te imponía la acondroplasia en las siguientes etapas de tu vida?
AL — Ahí se vino la noche: todos mis amigos del colegio viajaron a estudiar a
Buenos Aires, aquí no había Universidad, terciarios ni nada donde se pudiera
continuar los estudios. Regresaban para las vacaciones, y sólo algunos.
Quería escribir, sabía que para ello
debía prepararme, y me dediqué a leer y leer durante muchas horas por día. Para
mí eran más reales los personajes de las novelas rusas (León Tolstoi, Fiódor Dostoievski,
Nikolái Gógol, Máximo Gorki) que los habitantes de la ciudad. Fue una década de
intensa soledad y muy poca comunicación. Publiqué mi primer libro, "Viernes de acrílico", en
julio de 1977, un mes antes de cumplir veinte años. El ensimismamiento me duró
hasta los treinta; de ahí en más me convertí en una persona más sociable y mi
enanismo dejó de ser una carga tan pesada.
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— “Aldea” incluía poca literatura: así y todo, ¿a qué autores divulgaron? ¿Con
quién compartías la dirección y cuál ha sido el perfil de la revista?
AL — Publicamos cuarenta y nueve números entre 1986 y 1994. Obtuvo
en 1989 el Premio “Santa Clara de Asís”. Informábamos sobre temas vinculados a
Tierra del Fuego: historia, antropología, arquitectura, etc. La dirigí junto
con mi hermana, Alicia Lazzaroni: la idea del proyecto era de ella, yo acompañaba.
Dolores Etchecopar es una de las poetas argentinas que difundimos; literatura
de afuera, poco y nada. Otros colaboradores han sido el sociólogo José Luis de
Ímaz (1928-2008), Enrique S. Inda, Jorge García Basalo, Ernesto Piana, la
novelista Diana Alonso, el antropólogo Guillermo Magrassi...
5 — ¿Qué revistas literarias y culturales
(en soporte papel) has ido valorando? ¿Qué medios electrónicos visitás con
alguna continuidad?
AL — Más que revistas valoraba los
suplementos culturales de los diarios porque con ellos me formé. Leía casi
todos: el de “La Nación”; el de “Clarín”, que se llamaba “Cultura y Nación” y
era muy superior al que apareciera después, la revista “Ñ”; el de “Página 12”.
Hasta alcancé a leer algunos números del famosísimo suplemento del diario “La
Opinión”. Me complacía adentrarme en las revistas “Babel” y “Diario de Poesía”,
así como en la española “Quimera”. En cuanto a lo electrónico circulo a la
deriva: si advierto algo que subieron a Facebook y me atrae, cliqueo en el
enlace; o cuando busco un autor o tema en Google y me lleva a una nota que
aparece en alguna plataforma. Al blog que acudo con frecuencia es al del
escritor peruano Iván Thays: http://ivanthays.com. pe/.
6 — Prácticamente has ido desligando
de tu bibliografía tus dos primeros poemarios, “Viernes de acrílico” (1977) y “Liberen
a la libélula” (1980), así como un volumen en prosa titulado “En esta ciudad se escribirá una novela”
(1989). Hasta donde sabemos por declaraciones, a éste último lo considerás un
texto experimental y que “parece escrito
por una verdadera demente”. ¿Qué te habías propuesto?
AL — Ese texto lo escribí a los veintiocho
años pero parecía escrito por alguien de dieciocho. Intentaba consolidar una
parodia de la cotidianeidad de la ciudad. Impaciente, carecí de serenidad y
afán de pulir y pulir en procura de obtener algo coherente.
7 — Ha sido Octavio Paz quien te
deslumbró a través de un ensayo sobre poesía japonesa. ¿Qué autores considerás
insoslayables en la concepción de los haikus? ¿De qué modo —si explicarse
pudiera— los “acechás”?
AL — De
los japoneses, el que prefiero es Masaoka Shiki (1867-1902): lo renovó, y es
considerado también un gran maestro, a la par de Matsuo Basho, el más
importante; además, Yosa Buson (1716-1784) y Kobayashi Issa (1763-1827); de
los argentinos, Jorge Luis Borges.
Ahora reemplazaría la palabra acechar por esperar, y una forma de "esperarlos" es leer "El
haiku japonés", del español Fernando Rodríguez Izquierdo. Un ensayo
fundamental si quiere uno imbuirse de ese tipo de poesía.
8 — Destaco una observación sobre tu
poética formulada por el ensayista José Emilio Burucúa: “…sus alusiones, sus citas enmascaradas que abarcan desde Arquíloco
hasta Alejandra Pizarnik”.
AL — ¿Qué
podría decirte? Me apasiona leer y, como a cualquier persona que lee mucho, al
escribir le aparecen las influencias. Igual para mí, al principio, la mención de
Arquíloco me sorprendió mucho.
9 — Uno de los textos de “El
poema se va sin saludarnos”, cuyo título es “Diciembre 1990”, lo dedicaste
al poeta riojano Francisco Squeo Acuña (1938-2005). ¿Lo has conocido
personalmente?
AL — Sí,
en Ushuaia. Francisco tenía familiares aquí. Vino a visitarlos y se contactó
con la poeta ushuaiense Laura Vera, quien me lo presentó una noche de
verano en un bar. Durante un mes compartí con él, su mujer y otros poetas
locales, numerosas comidas y reuniones. Después lo visité en su casa del
barrio de San Telmo, en Buenos Aires. Me llamaba la atención que, no obstante su amplia cultura y haber
vivido muy intensamente, fingía no leer. Doy fe de que tenía una buena
biblioteca en la que se advertía el trajín que se le había dado a los libros.
Por su intermedio conocí a su amigo y
vecino, Juan Carlos Martini Real [1940-1996], autor de “Macoco”
(Ediciones Corregidor, 1977), una de las tantas novelas que prohibió la
dictadura.
(Continuará)
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