Entrevista
realizada por Rolando Revagliatti
Carlos Cúccaro nació el 8 de julio de 1968 en Azul,
ciudad en la que reside, provincia de Buenos Aires, la Argentina. Fue
Secretario General y luego Presidente de la Sociedad Argentina de Escritores,
filial Azul, entre 2002 y 2006. Ha sido premiado, por ejemplo, por la Dirección
de Cultura de la Municipalidad de Luján de Cuyo, provincia de Mendoza, y por
los municipios bonaerenses de las ciudades de Olavarría, Las Flores, Azul,
Ramallo y Tapalqué. Desde 1995 coordina talleres literarios e integra jurados a
nivel nacional. Ha sido traducido parcialmente al alemán y portugués. Fue
incluido en las antologías “Poetas
argentinos del interior” (1994) y “Poesía
hacia el nuevo milenio” (2000). Además de la plaqueta “Los suburbios del
fuego” (1998), publicó los poemarios “Ultrasenderos”
(1993), “Libro de Babilonia” (1996), “Los latidos oscuros del silencio”
(2001), “Blues” (2007), “Luciflor o la sangre” (2008), “Tharsis” (2011) y “Los árboles del abismo” (2015).
CC
— Mi esposa, Virginia
Zaccaría, con la que estoy casado desde 2001 y con quien tenemos una hija de
ocho años, Noelia, es porteña: me incentivó la pasión por el barrio de San
Telmo y la penumbra de sus anticuarios; por el Parque Lezama, en el verano; por el Jardín Botánico; por la
plaza San Martín bajo la lluvia; por la avenida Corrientes y varios bares del
barrio de Boedo, el ajetreo matinal de algunas de sus calles, con sus mercados
y pizzerías. Todo eso tiene, como escribiera Jorge Luis Borges, “el sabor de lo perdido / de lo perdido y lo
recuperado”.
2 — ¿Y el sabor de tu paso por la “bellas” artes?
CC
— Aludís a mi magisterio
inconcluso en la Escuela de Bellas Artes “Luciano Fortabat”, de Azul. Aconteció
entre fines de los ochenta y principios de los noventa. Me sentía cómodo, en mi
elemento, en un ambiente que aunaba juventud, inquietudes intelectuales, creatividad.
El “ambiente”, eso es lo que más me atrajo. No me recibí de maestro pero moldeé
un espíritu de artista, lo que ha sido un punto alto de formación personal, de
mayor trascendencia que un título que seguramente no hubiese utilizado. Años,
aquellos, que evoco con indulgencia. Aún latía la reciente recuperación —otra
vez “lo recuperado”— de la democracia y la libertad, y eso se reflejaba en
nuestro derredor, era un arrastre que procedía de los primeros años post
dictadura y se prolongó hasta 1991/92, cuando la “convertibilidad” del
menemismo nos volvió a cambiar el perfil de país y los debates de la sociedad
pasaron a ser otros. Fui, durante mi juventud, de izquierda; luego me
entusiasmó el kirchnerismo, hasta que hacia 2010/2011 comencé a decepcionarme,
percibiendo cierta cristalización de sus estructuras. Asumí que, en realidad,
yo, que creía que era socialista, era un libertario, un ácrata contemplativo, y
más cerca de la aridez de lo spenceriano que de ninguna otra cosa. Cumplí con
ese postulado que asevera que no ser de izquierda en la juventud es una
contradicción biológica y seguir siéndolo en la madurez, también lo es. Hoy me
advierto cada vez más cómodo con la moderación y el equilibrio. El Estado se me
antoja acentuándose como un monstruo kafkiano que dicta sus sentencias
inapelables y herméticas.
CC
— La califico de feliz,
signada por la lectura. Aprendí a leer y a escribir en las baldosas rojas de la
cocina de mi casa: con tiza, mi madre me enseñaba. Empecé la escuela primaria
sabiendo ya leer y escribir. Mientras en segundo grado mis compañeros todavía
deletreaban, yo me involucraba con “Robinson
Crusoe” y obras de Julio Verne y Emilio Salgari, diarios y revistas, el “Martín Fierro”, cancioneros de folklore de mi padre,
diccionarios, el “informatodo” de Selecciones del Reader’s Digest o
alternativas “peores” como “La Biblia”
o “La divina comedia” en una edición
de Montaner y Simón ilustrada por Doré, o misales de mi abuela. Hasta mis doce
o trece años tuve buenos amigos. A partir de allí me torné un adolescente
taciturno y apático, con sus consecuencias previsibles: el rechazo que
provocaba. La educación estatal, bastante estúpida en la escuela secundaria,
preparaba “gente práctica” (apuntando a la contaduría, a la ingeniería…); lejos
de incentivarme en la vena de la creación literaria, propendía a
“avergonzarme”.
4 — ¿Hiciste el servicio militar obligatorio?
CC
— En 1987. En la
“colimba” aprendí algunas cosas que no estaba en condiciones de apreciar y que
en la perspectiva del tiempo evalúo que me sirvieron: un cierto estoicismo,
capacidad de adaptación a los dolores y a la mortificación del cuerpo… Fue un
bautismo nietzscheano. Luego mi personalidad, poco a poco, volvió a cambiar y
enseguida encontré al escritor: comenzaron los “buenos años”. Visto desde la
autenticidad, no exagero si afirmo que los “buenos años” se extienden —pese a
todo— hasta el día de hoy. Aunque no lo parezca, soy, a mi manera, optimista;
un optimista sólido, porque mi optimismo parte de la crítica de los sucesos y
no muere en ella. Juega también la experiencia de vida y el anhelo de reclamar
la felicidad como un derecho. No estoy, Rolando, exponiendo una biografía
“lineal”, sino que he encarado una crónica, casi periodística, desde lo medular
y prosiguiendo con los detalles que lo apuntalan, como apostillas. Mi
transcurrir no ha sido extraordinario. Si algún lector de nuestro diálogo
esperara toparse con un poeta maldito, o un aventurero a lo Hemingway o un
millonario a lo Stephen King o un militante como el último Julio Cortázar, se
desilusionaría. Soy un hombre común, que trabaja como gestor y empleado
administrativo en la misma oficina (una firma jurídica) desde 1989 y que
seguramente se jubilará de eso. Padre de familia, con matrimonio consolidado,
llevo una vida “normal”, tengo casa y un indispensable sueldo y pertenezco a la
vapuleada clase media argentina. Quizás, por eso escribo. Sira Guedes de Pérez,
mi maestra de tercer grado, en 1977, tras leer mis “composiciones” vaticinó: “Carlos Cúccaro va a ser escritor”. Fue
la primera vez que oí mi nombre asociado a un oficio. Tuve una profesora de
literatura en el secundario, Florángel Turón, que fue la única docente en esa
etapa que me incentivó el placer por la lectura. Además de ser una erudita
respecto de la obra de José Hernández, puntualmente de los dos tomos del Martín
Fierro y autora, entre otros, de un libro sobre el tema, fuera de programa nos
leía cuentos de Edgar Allan Poe. Yo me fui imbuyendo de lo que proporcionaba “Humor”,
aquella revista que abrió mentes en tiempos de la dictadura: por ella accedí a
Mario Benedetti, Cortázar, Gabriel García Márquez, Tomás Eloy Martínez, Ricardo
Piglia, Osvaldo Soriano. Mientras, yo incursionaba con mis primeros ejercicios
de estilo, en la redacción de artículos sobre discos del rock nacional. La
elección plena de la poesía como canal expresivo data de 1988, en forma
paralela al estudio de los movimientos vanguardistas, particularmente con la
exploración de la obra de los pintores y poetas surrealistas, el descubrimiento
de Antonin Artaud, André Bretón, Tristan Tzara, nuestro Aldo Pellegrini… Y
proseguí acentuando e intensificando la direccionalidad de mis búsquedas:
Jean-Paul Sartre, Albert Camus, “los clásicos, que en los clásicos está todo”
(como me dijo una vez alguien), Luis de Góngora, Francisco de Quevedo,
Shakespeare, Cervantes, Voltaire, Descartes, Ernesto Sábato, los rusos, Roberto
Arlt, Kafka, Leopoldo Marechal, Marx, los escritores del “boom”, T. S. Eliot,
Pablo Neruda, Ernesto Cardenal, Rafael Alberti, Ezra Pound, los franceses, la
generación española del ’27, H. P. Lovecraft, Henry Miller…
5 — ¿Y tus libros?
Carlos Cúccaro con Gladis Barbosa Ehraije i Horacio Preler |
6 — Empezaste a colaborar con publicaciones
periódicas un poco antes de que vos y yo nos contactáramos a través del correo
postal.
CC
— Es posible. En 1989
asoman mis textos en el diario “El Tiempo”, de mi ciudad. Que es cuando trabo
relación con tres escritores locales de la generación anterior: Gladys Barbosa
Ehraije, con quien hice taller durante unos años, Roberto Glorioso y Dante
Bustos, el que por entonces se hallaba al frente de la filial Azul de la SADE y
del Círculo Literario Mitre, que editaba una revista de circulación nacional. A
partir de estos estímulos fui colaborando en otros medios periódicos que a su
vez me vincularon con Alberto Luis Ponzo, el primer poeta y ensayista que
divulgó algún abordaje a mi obra incipiente, Alba Correa Escandell, Mario G.
Linares, Alicia Gallegos, Ricardo Rubio, Susana Cattaneo, Antonio Aliberti,
Graciela Susana Puente, Horacio Preler, Ana Emilia Lahitte, y algo más tarde,
Hugo Mujica. De aquellos intercambios con colegas y maestros, recuerdo la
vivencia intransferible de haber escuchado a Jorge Smerling recitando su
poesía. Con el también azuleño Héctor Javier Belecco y otros jóvenes de mi
edad, nos mantuvimos ligados al movimiento de revistas literarias a través de
la publicación que él dirigía: “Lluvia de Vidrio”. Más tarde co-dirigimos
“Dioses del Sótano”: tres
números, la vida media de tantas de estas publicaciones. Es después de mi
tercer poemario, en franca crisis del 2001, cuando percibiéndome con
mayor madurez creativa, opté por armar una pequeña estructura independiente:
Callvú Leovu Ediciones, desde la que fueron socializándose los tres libros
siguientes. El último, prologado por Ricardo Rubio, apareció en su sello, La
Luna Que. Mi octavo poemario, “Desnudos”,
aparecerá a través de Editorial Azul.
7 — ¿Y tus otros intereses?
CC
— Me considero un
melómano fervoroso del tango, el rock, la música clásica, el jazz… Y entusiasta
de las artes plásticas y el cine. En “Los
árboles del abismo” hay un poema inspirado en Thelonious Monk; en “Luciflor o la sangre”, una serie de
textos concebidos a partir de libros y cuadros de contemporáneos. Soy futbolero:
sanlorencista por herencia de mi padre, de pibe simpaticé con el River Plate de
Ángel Labruna, en los setenta (todos somos hinchas de un segundo club…, al
menos si nos apasiona el fútbol como arte). Soy también espectador de boxeo. Mi
único vicio que ha quedado en pie es el del tabaco en pipa. Utilizo bastante
las redes sociales, no reniego de la tecnología, aunque mi mejor compañía han
sido y seguirán siendo los libros. Mi paso por el periodismo y los medios de
comunicación se desarrolló más o menos así: entre 1988 y 1989 fui redactor de
informativos en Radio Azul. A mediados de los noventa retorné en varias FM
conduciendo micros de crítica literaria. En 2004/2005 llevé adelante el
programa “Café de las Artes”, por FM Del Pueblo, que obtuvo su repercusión:
allí intenté poner en práctica recursos de los innovadores de la radiofonía,
como el manejo del “tempo”, los énfasis y los silencios a la manera del peruano
Hugo Guerrero Marthineitz. Acerté menos en esta pretensión que en los
contenidos del programa. Y en simultánea difundí innumerables artículos en
diarios y revistas.
8 — Azul es…
C. Cúccaro con R. Revagliatti, R. Rubioy C. Kuraiem |
9 — ¿Escribiste cuentos, relatos?
CC
—Tengo una carpeta entera llena de
cuentos guardada en mi escritorio. La mayoría es de larga data. En ellos
abundan seres atormentados, demasiado parecidos al Meursault de “El extranjero” de Camus. En los últimos
años accedí esporádicamente al género. Me he prometido sentarme algún día a
leerlos y ver si este “corpus” de obra narrativa no envejeció mal y si, junto
con algunos de los trabajos más recientes, tiene, en consecuencia, el perfil
necesario como para vertebrar un libro. Con la prosa me llevo bien, tan bien
como con una dama digna de respeto. Cordiales relaciones donde no falta alguna
aviesa mirada equívoca. Pero con la prosa (particularmente con la ficción) me
comporto como un caballero y me niego a perderle el respeto. Alguna vez me han
señalado como “un buen crítico”. De hecho, he escrito comentarios de libros
para revistas y diarios (“Tráfico Cultural”, “Maná Azul”, “Dioses del Sótano”,
“El Tiempo”…), y algún prólogo. La crítica literaria me interesa, aunque para
abordar, por ejemplo, una obra de largo aliento, debería encontrar un objeto de
análisis lo suficientemente motivador.
El tema con la narrativa ficcional es
que consiste en “conducir” al lector a su rol específico de una manera distinta
que en la poesía. Hay que apuntar, de alguna manera, un poco más a su costado
analítico. El lenguaje narrativo denota y no connota, por lo que es necesario
estructurar conscientemente una construcción donde lo que se comunica sea
precisamente lo que se quiere decir, como base de una historia determinada, y a
partir de ahí diagramar el resto del juego. Admiro en esto al mal llamado
“genero policial” que inauguró el gran Edgar Allan Poe con su C. Auguste Dupin
en “Los crímenes de la calle Morgue”,
y que explotaran tan bien Sir Arthur Conan Doyle, G. K. Chesterton y nuestra
dupla Borges-Bioy Casares.
10 — ¿Hay postres, guisos, sopas,
comidas de tu niñez o adolescencia que te encantaban y que sin embargo, por
alguna buena o inexistente razón, no hayas vuelto a comer?
CC — Me gusta cocinar y cada tanto trato de
hacer un “revival” de ciertas salsas que mi madre me preparaba en la niñez. No
obstante, en mi adolescencia y primera juventud maltraté bastante el cuerpo,
así que ahora cuido mi función hepática y no pruebo casi el alcohol, por
ejemplo, salvo en circunstancias excepcionales; como dije antes, el tabaco es
el único “inocente” vicio que me queda. De vez en cuando, por una cuestión de herencia,
practico con alguna buena salsa italiana (una “putanesca”, con anchoas y
especias, una “scarparo”). No he vuelto a probar algunas joyas de la cocina
materna como el pescado al horno gratinado, que a mí nunca me saldría con ese
justo equilibrio de sabores.
11
— Fuera del área de lo artístico, ¿a quiénes admirás?
CC — Podríamos decir que la admiración es
ese sentimiento de acercarse, a través de algo o de alguien, a lo inefable. Por
debajo del amor y por encima del afecto (aunque muchas veces complementaria con
ellos), la admiración es la comprensión de que se puede franquear lo que el
mundo tiene de mediocre, y encarnar la idea de trascendencia en una persona, en
una obra, en un ideario, en un estilo. Ya hace tiempo que dejé de admirar a
personajes históricos o referentes ideológicos de los cuales sólo queda en pie,
para mi punto de vista, su analizable costado humano, contradictorio y
(obviamente) literario. Fuera de lo artístico quizás admire a un puñado de
seres que también son artistas en lo suyo: algunos anónimos laburantes, a mi
hija en lo lúdico de su inocencia, a mi mujer por apuntalar consecuentemente a
lo largo de estos años a un tipo difícil como yo.
*
Carlos Cúccaro selecciona
poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
No estamos
solos.
Está
esa
insidiosa luz
que
se
cuela
entre
los
dedos.
No
estamos
ni
olvidados
ni
ocultos.
Está
el
ansia.
Esa
incertidumbre
que
acecha
como
una
araña
verde.
Y
que
nos
hace imaginar
que
somos libres,
mientras
los
ojos
se
nos
secan.
(de “Blues”)
*
Telekinesis
del
caos.
No hay puntos fijos
para
no caer.
Ni canciones nuevas.
Ni relojes.
Comprensión
de la duda.
La belleza
y
el odio
son
una
misma
torre.
(de
“Luciflor o la sangre”)
*
Circo carnal.
y lo quemante.
Circo carnal.
Deslinde peligroso
de
este juego
de luna y de cerveza.
Soy tu cuerpo.
Soy la mano carmesí.
Soy la daga-lobo.
Soy la miel en tu boca.
La soledad de todos
ha llegado al límite.
(de
“Tharsis”)
*
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en
las ciudades de Azul y Buenos Aires, distantes entre sí unos 300 kilómetros,
Carlos Cúccaro y Rolando Revagliatti, 28 de agosto de 2016.
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