domingo, 25 de septiembre de 2016
viernes, 23 de septiembre de 2016
Entrevista a la escritora Inés Legarreta por Rolando Revagliatti
Inés Legarreta |
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Inés Legarreta nació el 30 de junio de 1951 en Chivilcoy, ciudad en la que reside, provincia de Buenos Aires, Argentina. Es Profesora de Castellano, Literatura y Latín. Cuentos y relatos suyos han sido traducidos al inglés, italiano y alemán. Entre otras, fue incluida en las siguientes antologías: “Los cuentos de la granja” (España, 1995), “Antología de poetas y narradores chivilcoyanos” (1993), “Metáfora plural” (1991), “Pasacalles” (1999), “Cuentos sin permiso” (con selección y prólogo de Angélica Gorodischer, 1999), “Brujas” (2000), “Cuentos históricos argentinos” (2000), “Nachts bin ich dein pferd. Erotische geschichten aus argentienien” (Suiza, 2000). Ha obtenido primeros premios y reconocimientos por su trayectoria otorgados por instituciones y organismos gubernamentales y privados. Publicó en narrativa breve “En el bosque y otros cuentos” (1990), “Su segundo deseo” (1997), “La dama habló y otras páginas” (2004), “La turbulencia del aire” (2012), “La imprecisa voz que me sueña” (2014), y dos nouvelles: “El abrazo que se va” (2008) y “Tristeza de verse lejos” (2010). Acaba de aparecer su primer poemario: “La puntada invisible” (Ediciones en Danza).
IL
— Recordarnos y
seleccionarnos. Recordamos y recortamos. Recordamos y creamos. En esto de mirar
hacia atrás para vernos, siempre haremos un cuento, una nouvelle, una novela,
hasta una saga, si nos da el aliento. Y en el caso de que hubiéramos llegado a
cierta excelsitud, un solo poema. No es mi caso. De manera que, para ordenarme,
pensaré en capítulos con títulos incorporados, los cuales (capítulos y
títulos), por supuesto, se disgregarán al escribir, se esfumarán en lo real de
la vida vivida. Pero soy escritora, así que, como dijo el maestro Juan Rulfo,
mentiré lo más que pueda, lo mejor que pueda, para decir la verdad.
Infancia y adolescencia. Recuerdo dos casas. Una antigua,
alquilada, en donde vivíamos hasta que mi padre construyó la definitiva. La
entrada tenía dos escalones de mármol y un zaguán que daba a la sala de
recibimiento, lugar en donde esperaban los pacientes de mi padre, que era
médico. A la derecha de esa sala había una puerta que comunicaba con el
consultorio propiamente dicho; de ese lugar tengo un recuerdo confuso, oscuro,
siempre como en la bruma, porque yo era muy chica entonces y no nos dejaban
entrar el consultorio de papá. Luego venían las habitaciones, una detrás de la
otra, un baño principal y el recorte de un gran comedor que quedaba en el medio
de la casa, entre los dos patios, el de adelante y el de atrás; el de atrás
tenía una parte embaldosada adornada con canteros y macetas y otra, de tierra,
con algunas plantas: a este patio daban la cocina, la despensa, la sala de
planchar y la habitación y baño de servicio. Un verano, en el segundo patio,
nos pusieron una enorme pileta de lona y fue maravilloso: zambullirnos después
de las cuatro de la tarde, nosotros tres: mi hermano mayor y mi hermana (yo era
la del medio) y los vecinitos de al lado: un chico y una chica que cuando nos
mudamos dejamos de ver porque al tiempo se fueron a Buenos Aires. Otra tarde, a
la hora de la siesta, hicimos una guerra con pelotitas de barro: además de
nosotros, una de las paredes quedó repleta de municiones y estallidos marrones:
habían pintado hacía muy poco, así que cuando papá se levantó, a mi hermano y a
mí (a mi hermana menor, no) nos puso en penitencia mirando la pared durante una
o dos horas. Al final, terminé llorando y me levantó la penitencia antes de que
se cumpliera el plazo. Mi hermano la sufrió entera. Fue algo que se repitió
casi siempre: las mujeres nos salvábamos llorando. Mientras viví en esa casa
todavía no iba a la escuela; empecé directamente en primer grado, sin haber
pasado por el jardín de infantes, el año que nos mudamos a la casa definitiva.
El primer recuerdo es éste: una escuela imponente, de piedra gris, que ocupaba
toda una manzana (la misma de hoy), con un patio inmenso y yo atravesándolo de
la mano de mamá. La señorita nos recibe, mamá me da un beso y se va. Y me
pareció que se me abría la inmensidad. Entramos al aula después de hacer fila y
tomar distancia con el brazo extendido. La señorita nos dice: “Saquen el cuadernito y hagan un dibujo,
cualquiera, lo que les guste”. Dibujé una bandera argentina con un mástil
alto, alto, de línea temblorosa. Estaba muerta de susto. Pero enseguida se me
pasó: la escuela no me resultó difícil, aprender a escribir me gustaba, leer
también. Siempre levantaba la mano para pasar a leer. Sería porque mi primera
lectura parada al frente de la clase, sosteniendo el libro con una sola mano,
fue vergonzante: no había practicado lo suficiente y dije de corrido la primera
oración, después fue un silabeo titubeante hasta que la señorita me hizo
sentar, entonces, creo, decidí que “eso” no me pasaría más. En tercer grado
escribí una composición que dio la vuelta el patio y llegó hasta el Director de
Primaria y Secundaria (en el Normal estaban los dos niveles de enseñanza);
parece que llamaron a mis padres para felicitarlos, pero no me enteré: me
enteré muchos años después, en un viaje en tren, cuando casualmente (ya estaba
estudiando en tu ciudad el profesorado de Literatura) me senté al lado de una
de mis maestras de primaria. Ella me lo contó. Me dijo: “Pero claro, cómo no vas a estudiar literatura si a los ocho años ya
eras escritora”. Pero en esa época no me consideraba escritora, ni soñaba
con serlo. Tampoco después. Ni en la secundaria ni durante el profesorado.
Nunca pensé que sería escritora: fue algo tardío, inesperado, muy parecido a la
locura, que se me impuso. Algo que no pude eludir y que estalló —como los
misiles de barro en la pared de la primera casa— después de los años de horror,
después de un tiempo de exilio, cuando ya estaba casada y tenía a mis tres
hijos. Creo que mi vida
literaria se basa en la negación. Primero y por mucho tiempo dije y digo no.
Después el sí se impone por venganza, con la fuerza propia de lo negado. Pero el sí tiene que hacer un
largo y dificultoso camino para convencerme, seguramente por mi fuerte
ascendencia vasca. Años de análisis no han logrado borrar ese punto inicial de
negativa. Es cierto que, ahora, después de siete libros publicados de
narrativa, le digo sí a la poesía. Ya no puedo resistirme a su ligereza profunda,
a su transparencia, su fugacidad; la manera de entronizar el instante para
después huir, desaparecer dejando una estela, algo en el aire parecido a un
perfume raro. Ya no puedo negarme a ella, está en mis manos y en mi boca y es
tan natural escribirla como caminar. Me parece necesario aclarar que siempre
pero siempre consideré a la poesía como el género matriz, la última y la
primera letra, el Bien: de ahí también el respeto, casi reverencial que siento
por ella. De ahí que aunque no escribiera poesía siempre leí a los grandes
poetas a la par de los grandes narradores y, por lo mismo, creo, cuando le di
salida a los versos, no me resultó extraña. A partir de la publicación del
libro de relatos oníricos “La imprecisa
voz que me sueña”, la poesía empezó a ocupar el lugar que tiene ahora: todo
el tiempo, todas las lecturas, casi lo único que me interesa.
2
— Qué habrá marcado tu escritura.
IL
— La segunda y definitiva
casa la marcó. Una casa de dos plantas, construida a gusto de mis padres, que
ocupaba una esquina y se alargaba hacia las dos calles laterales, un estilizado
chalet californiano con paredes de ladrillo visto, ventanas guillotina inglesas
y puertas pintadas de blanco, con un porche de acceso a la entrada principal y
otra entrada secundaria en una de las calles laterales; ahí estaba el
consultorio de papá y luego el garaje con portón vidriado.
Fue concebida con todos los adelantos
de la época: nosotros (mi familia, mis hermanos y yo) gozamos del privilegio de
la calefacción central cuando en el pueblo por muchos años, décadas en
realidad, la mayoría se calentaba con estufas a kerosén o a gas; la casa era
innovadora, además, por la cantidad de baños y toilettes, los detalles de
confort en las habitaciones, por los ambientes muy amplios, cuarto de estudio,
terrazas y sótano que funcionó como bodega-cava de mi padre. En la planta baja
estaban la cocina, la antecocina, el living enorme con una gran chimenea y bar
incorporado, el consultorio con su biblioteca empotrada y la sala de espera. Se
llegaba a la planta alta por la escalera que nacía en el medio del living,
arriba, después del rellano, estaban los dormitorios y baños principales; pero
también desde la cocina nacía otra escalera que iba a la parte de servicio: lavadero
y dependencias.
En mi adolescencia transformamos la
habitación de servicio en cuarto de estudio: quizás el lugar que más disfruté
de la casa: ahí charlábamos incontables horas con mis amigas, estudiábamos,
fumábamos, escuchábamos long-plays en el winco; ahí escribí frenéticamente:
llené hojas y hojas de cuadernos con apuntes, poemas, notas, reflexiones,
relatos, cuentos, ideas: todo esto finalmente, lo perdí. Los cuadernos
desaparecieron. Lo advertí mucho tiempo después, cuando ya estaba estudiando en
Buenos Aires; un día quise releerlos y no los encontré, los busqué por toda la
casa y no estaban. No tengo dudas de que mi madre con su manía de orden y
limpieza los tiró; yo tenía una letra imposible y era muy desprolija; al abrir
los cuadernos, las tachaduras y correcciones saltaban a la vista y dejaban ver
el mapa furibundo de una adolescente inquisitiva: no era lo que mi madre
esperaba de mí. Supongo. Pero no sé quién otro pudo animarse a tirarlos sin
decirme una palabra.
La casa tenía
dos terrazas: la interna, pegada al lavadero, en donde se tendía la ropa a
secar y otra externa, en la planta alta, a la que se accedía desde el
dormitorio de mis padres y ocupaba toda la esquina: cuando la casa estaba en
construcción, yo pensaba que usaríamos esa terraza para tomar aire en verano,
para sentarnos con algo fresco a disfrutar de la vista, que sería un lugar
social, de reunión con amigos, pero eso sucedió muy pocas veces; nos asomamos a
la baranda de madera algún día de carnaval cuando el corso llegaba justo hasta
la esquina o en algún cumpleaños o festejo familiar. Se usó muy poco.
¿Por qué
hablo tanto de la casa? Porque la escuché antes de que la construyeran en la
voz de mi padre y después la vi erguirse como una montaña, porque la escalé de
su mano a través de una escalerita endeble que los obreros usaban para llevar
lo necesario al gran espacio abierto que sería la planta alta, porque él me
indicó “allá estará tu habitación”, “acá estaremos tu mamá y yo”, “allá será la habitación de tu hermano”…
y todo esto en medio del cielo, casi tocando las nubes. Y también porque esa
casa soñada fue el lugar de encierro de mi madre. Esa casa única en su
edificación, hito urbano en el pueblo, lugar del deseo para los que la miraba al
pasar, sin embargo, escondía a alguien. “¿Entra
la luz en tu casa?” “¿Por qué siempre los postigos cerrados?” Con los años,
se transformó en un castillo inexpugnable, una fortaleza, el caparazón de un
alma que se mantuvo silente ahí adentro, protegida del mundo: mi madre.
Pero la casa
le dio, sin embargo, a mi madre (y en consecuencia también a mí) una salida: la
lectura, la biblioteca. En realidad, las bibliotecas. La del escritorio de mi
padre, conformada principalmente por libros de historia argentina y universal,
política, ensayos y colecciones de autores que admiraba; por ejemplo, la
colección completa de la obras de Domingo F. Sarmiento, la cual, en su
ancianidad, decidió donar a la escuela rural en donde había cursado los primeros
años de la primaria: entonces vivía con su familia en un campo a pocas leguas
de la ciudad y siempre recordó los viajes a caballo para llegar a la escuelita.
Y la
biblioteca que adornaba el living y era “propiedad” de mi madre: novelas de autores
argentinos, ingleses, franceses, libros de viajes, de cuentos, libros de arte,
diccionarios enciclopédicos, libros y revistas en francés (mi madre era
profesora de francés, pero nunca ejerció) y todo lo que la Editorial Sur editó
mientras Victoria Ocampo estuvo viva, y también todo lo que se siguió editando
en la Editorial Sur después del fallecimiento de Victoria, porque una prima
hermana de mamá —María René Cura (Miné)— fue amiga dilecta y colaboradora de la
célebre escritora hasta sus últimos días. Entre éstas, las bibliotecas de mi
casa, la de la escuela Normal a la que asistí en la primaria y secundaria, y la
de la Biblioteca Popular “Antonio Novaro” de Chivilcoy, transcurrieron mis
pasos en pos de incansables y casi inagotables búsquedas literarias: leí de
todo, sin orden, sin consultar, sin juicio previo, sin seleccionar entre alto o
bajo, sagrado, consagrado o popular, entendiendo y no entendiendo, mezclando
como dice el tango “la Biblia con el calefón”. Nunca volví a leer (la poesía me
ha acercado a ese desorden sistemático) con tal ferocidad, con tanto hambre. Me
quedaba hasta altas horas de la noche con la luz prendida hasta que mamá venía
y me la apagaba: “Mañana tenés escuela y
no hay quién te despierte”.
Sonará raro
pero no lo es en realidad: aunque he escrito mucho sobre la casa, sus
habitantes y los fantasmas, hasta ahora casi todo permanece inédito. Como si
todavía no hubiese llegado el tiempo de sacar a la luz un mundo que ya no está.
La casa paterna fue vendida, ya no nos pertenece. Las personas, los objetos,
las escenas no están. Paso caminando, la miro desde afuera, está habitada por
otros y la extrañeza me invade. ¿Quién era, quién es la que habitó en esa casa?
¿Qué pasó? Debo seguir indagando…
3 — Sí, indagando.
IL — Todo lo que he contado, sin
embargo, es apenas la base, el sustento sobre el cual se fue forjando mi
vocación por los libros; pero la escritura propiamente dicha viene —lo creo
firmemente— de los increíbles relatos que mi abuela materna nos hacía a mi
hermana y a mí cuando nos quedábamos a dormir en su casa. También de una manera
de comunicarme a través de cartitas, notas, páginas, que me resultaba
absolutamente natural y simple: antes que hablar, escribir. Si tenía algún
problema, escribía. Si quería decir algo especial, si quería expresarme
libremente, si estaba disgustada, escribía. Como si la primera forma de
comunicación no hubiese sido oral sino escrita. Así que creo que se juntaron, principal
y puntualmente, los relatos de mi abuela materna y una tendencia innata hacia
la forma de expresión escrita para hacer de mí lo que soy.
Mi abuela
había nacido, se había criado y vivido hasta después de su casamiento y
nacimiento de sus tres hijos (mi madre era la del medio) en una quinta-boliche
de campo llamada “El Recreo”, que todavía sigue estando en Chivilcoy —ahora
como Casa familiar-Museo— . En 1881, en el predio que recibiera su mujer como
regalo de casamiento, mi bisabuelo, un genovés culto y progresista, levantó la
casa y el boliche, y, un poco más tarde, utilizó parte del espacio para agregar
además de cancha de bochas y otros juegos, un bellísimo jardín que fue diseñado
por un conocido paisajista de Buenos Aires: paseo arbolado, con canteros
simétricos y laberintos de arbustos, y con las más variadas y exóticas flores y
plantas que le brindaban al paseante sensaciones, colores y aromas diferentes.
Se convirtió en un lugar de “recreo” para la clase acomodada del pueblo (nota:
Chivilcoy tiene, aproximadamente, 70.000 habitantes. Por lo tanto es una
ciudad. Hago esta aclaración porque yo siempre lo nombro “pueblo”; esto es por
la forma cercana de las relaciones entre vecinos y conocidos que, por lo menos
mi generación y las anteriores, tuvimos) y hasta de familias de Buenos Aires
vinculadas con Chivilcoy. De ahí el nombre (“El Recreo”) y de ahí que el
inventario anecdótico de mi abuela oscilara entre sabrosas y picantes escenas
de amor, fuga o desencuentros entre conspicuos personajes de la época —algunas
francamente lanzadas, otras misteriosas o desopilantes para los oídos de unas
niñas como nosotras—, a los entuertos y
lances de cuchilleros, borrachos y parroquianos de toda laya (diría el Maestro
Borges) que acudían diariamente al boliche. Nunca me cansaba de escucharla, le
pedía una y otra vez que me las contara. “Pero
si ya las sabés de memoria”, me decía la abuela. “No importa, contame la de la mujer en bata de seda, con el monito tití
en el hombro, que se escapó con el hermano del marido.” “Y era morfinómano”,
decía la abuela. “¿Qué es morfinómano?”
Suspiraba: “Tomaba algo para vivir mejor.”
“Ahhhhh, bueno, contame.” ¡Qué maravilla! Nunca le terminaré de agradecer a
mi abuela Clorinda su desparpajo, su humor, su falta de prejuicios. Mamá se
enojaba.
4 — Ya que aludiste a un paisajista,
hablemos del paisaje.
IL — Así como los relatos de mi
abuela fueron inaugurales, también hay un paisaje que es el mío. El campo, la
llanura, los bichos, los animales, los árboles, el viento. El sol del
atardecer, la luz del amanecer. Cierta brusquedad de algunos olores, la
irrupción del canto de los pájaros, el ruido del viento entre las hojas, el
cielo por todos lados, arriba y abajo, según se lo mire. Y una manera de respirar
del que está acostumbrado a los grandes espacios que se transmite a la
escritura. Luego, en lo cotidiano, el patio, la cocina, las campanadas de la
iglesia, el ruido de la calle, los
canteros con flores, el sauce del fondo de mi casa.
5 — ¿Lecturas?...
IL — No voy hacer el listado de nombres de mis lecturas infantiles porque
considero que se parece al de cualquier niño ávido que tiene a mano lo que
quiere: sólo rescataré la colección completa del escritor brasileño Monteiro
Lobato, tesoro facilitado por la prima hermana de mi madre (Miné), quien se
ocupó de encauzar, en cierta forma, mis lecturas. Mucho tiempo después encontré, en un cuento de la maravillosa
Clarice Lispector, algo parecido a lo que me sucedió a mí: en “Felicidad
clandestina” describe el placer inconmensurable que le provocaba leer la serie
“Naricitas” de Monteiro Lobato y las maniobras —perversas— que debía soportar
de una amiga gorda y fea, pero poseedora de esos tesoros, para poder
disfrutarlos.
De mi
adolescencia, rescataré del fárrago profuso, dos momentos: “La náusea” de Jean-Paul Sartre (horas y horas y noches y noches
leyendo lo que no terminaba de entender pero que me fascinaba) y el golpe a la
estructura de lo literario escolar formal que fue “Rayuela” y los cuentos de Julio Cortázar. Dicho sea de paso, Miné
fue alumna predilecta de Cortázar en los años que estuvo dando clases en la
Escuela Normal de Chivilcoy (donde yo estudié), sostuvo con él una nutrida
correspondencia y lo trató a posteriori al entrar en el círculo de Victoria
Ocampo y su editorial.
Los poetas
de la adolescencia fueron Pablo Neruda a partir de sus “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” y Alfonsina
Storni, con su voz de mujer y la manera de hacerse un lugar en un mundo de
hombres.
6 — ¿Y después de la secundaria?
I. L. Con su marido |
Con la familia |
Mercedes, distante a una hora de Chivilcoy. Enseguida, creo que como una afirmación de la vida, nació mi tercer hijo: la única mujer, Josefina. En todo este tiempo no escribí NADA. Cuando entré en el “Joaquín V. González”, de gran nivel formativo por los excelentes profesores y la trayectoria de la institución, ocurrió, sin embargo, que tuve la mala suerte de tener en primer año la excepción que confirma la regla: una señora que dictaba clases de Retórica desde unas fichas amarillas y polvorientas que había que memorizar; ella nos dijo:
Hasta que una tarde, sentada a la sombra de un árbol, en la hora de la siesta (estábamos en el campo de un amigo), tomé birome y papel y me puse a escribir. A la noche leí a mis amigos un cuento con vampiros. Ese fue el principio de la sanidad, o al menos, el escape de la locura. Volver a escribir. Escribir. Escribir. Respirar. El desierto quedó atrás.
Con Luisa Peluffo, Beaatriz Isoldi, David Sorbille , etc... |
Con Santiago Kovadloff |
Inés
Legarreta selecciona una prosa de “El abrazo que se va” y un poema de “La puntada
invisible” para acompañar esta entrevista:
¿El abrazo o un abrazo?, lo interroga
ella. Un abrazo, el abrazo, los abrazos, recalca él. Entonces ella le pide que
le explique, que le diga por qué y el bailarín hace lo que es: empieza a hablar
con el cuerpo. Se incorpora apenas —estaba sentado en una butaca contra la
pared— y con los dos brazos marca un círculo —tiene la cabeza levemente
adelantada y le cae un mechón de pelo sobre la frente— y, de pronto, allí,
entre sus brazos, en ese espacio íntimo hecho sólo de cercanía y respiración,
hay una forma de mujer que permanece en la transparencia del aire hasta que él
la deshace y se recuesta otra vez con parsimonia contra la pared. Por un
instante ella tuvo la sensación de que el mundo se había detenido: la tarde, el
ruido de la tarde, la luz. De manera que se quedó callada mirando el reflejo
del sol a través de la vidriera. El bailarín le preguntó si necesitaba alguna
otra explicación. No, le respondió. Ella había entendido. El tango es el abrazo.
El abrazo que en el aire había dibujado él.
*
III
me deja
pensando
en mamá/ y
en mí/
como dos
mundos que no tuvieran más que sol o niebla
y se
entregaran al abandono/ o la quietud/
los colores
perdidos
los escalones/
los vidrios limpios
de las
ventanas y las puertas
igual que
en los sueños
una y otra
vez.
Había
tantos cuartos y habitaciones/
y una
escalera deslumbrante para las niñas de la casa/
allá
arriba/ cerca del cielo/
entre
nubes la rueca y el telar
donde
pincharse el dedo para dormir cien años
en el musgo
mullido del bosque/ de un hombre/ de cuento/
parecido a
la muerte.
Pero
tropezamos con la alfombra mal puesta
del tiempo
y
caímos/
analfabetas en otra historia
de terror.
*
Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Chivilcoy y
Buenos Aires, distantes entre sí unos 160 kilómetros, Inés Legarreta y Rolando
Revagliatti, 17 de septiembre de 2016.
miércoles, 21 de septiembre de 2016
“NEW BALANCE”, de la TAE (Escuela de Arte y Oficios para el espectáculo contemporáneo del Teatro Argtentino de La Plata) con la cátedra de Acústica Musical de UNLP
NEW
BALANCE
Estreno:
6 de octubre 21:30hs, en la Sala Alejandro Urdapilleta de la TAE.
El nombre de Hieronymus Bosch (El Bosco) se ha convertido
en un sinónimo de nuestra civilización. Todo es completamente abierto
en sus imágenes, y sin embargo y al mismo tiempo, todo está sellado
herméticamente con una presencia casi acústica en un mundo en el que el engaño
y la verdad, la salvación y el infierno son inseparables. No hay otros maestros
del norte de Europa de la Edad Moderna que sean más famosos que él; no lo son
los hermanos Van Eyck, que están en los inicios de la pintura nórdica, no lo es
Rogier van der Weyden, ni Alberto Durero o Hans Holbein el Joven. Todos ellos
eran mucho más innovadores que El Bosco, pero no lo suficiente para proporcionar
lo que los artistas y la historia del arte aprecian más que cualquier otra
cosa: nuestros fantasmas.
A los 500 años del fallecimiento de El Bosco y a los
100 del nacimiento del DADA, la TAE trabajó este tema en la mayoría de sus
cursos del primer semestre junto a la Cátedra de Acústica Musical de la
Facultad de Bellas Artes, logrando un proyecto escénico conjunto único, que se
estrenará en su Sala Alejandro Urdapilleta el jueves 6 de octubre a las 21:30hs.
(Otras funciones: 7, 8 y 9 de octubre),
calle 51 esquina 9, en el primer subsuelo del Teatro Argentino de La Plata.
Entrada por Bono Contribución 1x 120 pesos y 2x 200 pesos.
Ficha
técnica:
Actúan: Victoria
Hernández ,Leonardo Basanta, Pedro Rodriguez Laguens, Nahuel Ortiz, Paula
Salerno, Juan Pablo Scafidi, Emiliano Adrián Rodríguez Gonzalez y Samanta Assenti
Dirección
Escénica: Claudia Billourou
Dramaturgia:
Teresa
Basile - Claudia Billourou
Sonido: Gustavo Basso con María Andrea Farina, Juan Martín
Albariño,
Pablo Balut , Martín Castelvetri, Juan Manuel Cingolani, Rocío Martínez,
Lucas Samaruga y Tomás Szelagowski de la Cátedra de Acústica Musical.
Instituto de Investigación en Producción y Enseñanza del Arte Argentino y
Latinoamericano. Universidad Nacional de La Plata, Facultad de Bellas Artes.
Coordinación
técnica general:
Leandro Torres
Máquina
Goldberg/espacio y objetos: Gonzalo Monzón y Damián Gonzalez, (con el
curso de Objeto Escénico, Escenografía para bandas y el curso de Espacio TAE)
Iluminación:
Mariano van Gelderen (con el curso de Diseño de Iluminación e Iluminación TAE)
Multimedia:
Florencia Alonso (con el curso de Visuales de la TAE)
Vestuario: Lau de
Benito, (con Constanza Gómez e Ivana Luna del curso de Figura
Escénica/Vestuario y curso de Sastrería TAE)
Bebé y
Chancho: Dopamina (con el curso de maquillaje FX de la TAE)
Fotografía,
Programa y Flyer: Luciana Demichelis (con el curso de
fotografía de la TAE).
Trailer:
Luciana
Demichelis
Documentación
Fílmica: Luciana Demichelis y Germán Britos
Asistencia
de Dirección: Denise Diacinti y Maite Marcó (curso de
Dirección Escénica de la TAE).
Manejo
de tiburones: Maite Marcó y Denise Diacinti.
Fechas:
Estreno:
jueves 6
de octubre. 21:30hs. Sala Alejandro Urdapilleta/ TAE. Teatro Argentino de La
Plata.
Funciones:
7, 8 y 9
de octubre, siempre a las 21:30hs. Duración aprox.: 1h
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