Para
Claves en Diagonal, versión abreviada
de la entrevista al escritor platense
Guillermo Eduardo Pilía.
Guillermo E. Pilía: sus
respuestas y poemas
Entrevista realizada por Rolando
Revagliatti
|
Guillermo Pilía (2010) |
Guillermo E. Pilía nació el
29 de octubre de 1958 en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, la
Argentina. Se graduó en Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la
Educación por la Universidad Nacional de La Plata. Ejerce la docencia como
profesor de lenguas clásicas y de teoría literaria. Es director de la Cátedra
Libre de Cultura Andaluza de la UNLP, director emérito de la Cátedra Libre de
Literatura Platense “Francisco López Merino” de la misma Universidad, titular
del Aula de Taurología “Ignacio Sánchez Mejías”, vicepresidente del Consejo
Argentino para las Relaciones con Andalucía, Secretario de Asuntos Académicos
del Instituto Iberoamericano de Estudios Andalusíes, senescal de la Hermandad Literaria Generación del 27 y
Miembro de Número de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid. Parte de su obra
poética ha sido traducida al inglés, al portugués, al griego moderno y al
italiano. Entre las principales distinciones obtenidas se encuentran el Primer
Premio Provincial de Literatura “Roberto Arlt”, 1989; el Primer Premio de
Ensayo en el Certamen Nacional “60 Aniversario del Fallecimiento de Horacio
Quiroga” de la Sociedad Mutual de Empleados Públicos de Rosario, Santa Fe,
1997; el Premio publicación del certamen “Todos somos diferentes” de la
Fundación de Derechos Civiles de Madrid, España, 1999; el Premio Al-Ándalus de
la Federación de Asociaciones Andaluzas de la República Argentina, La Plata, 2010; el Premio Andrés Bello por su
obra poética completa de la fundación homónima de Madrid, 2014; el Premio
a la Excelencia Literaria de la Unión Hispanomundual de Escritores, Orlando,
Estados Unidos, 2016. Toda su obra intelectual fue declarada en 2010 de interés
cultural por la Municipalidad de su ciudad natal. En el género ensayo se
editaron los volúmenes “La trascendencia
en la espiritualidad hispana”, 1999; “Andalucía,
tan lejana y cercana. Memorias de los inmigrantes andaluces de la región de La
Plata”, 2002; “Los castellanoleoneses
de La Plata”, 2005; “Diccionario de
escritores de la provincia de Buenos Aires. Coloniales y siglo XIX”, 2010.
Sus libros de cuentos son “Viaje al país
de las Hespérides”, 2002; “Días de
ocio en el país de Niam”, 2006; “Tren
de la mañana a Talavera”, Madrid, 2009. Entre 1979 y 2012 se publicaron sus
poemarios “Arsénico”, “Enésimo triunfo”, “Río nuestro”, “Río nuestro /
Cazadores nocturnos”, “Huesos de la
memoria”, “Viento de lobos”, “Visitación a las islas”, “Caballo de Guernica”, “Ópera flamenca”, “Herido por el agua”, “Ojalá
que el tiempo tan sólo fuera lo que se ama” y “La pierna de Rimbaud”.
1 —
Sitúo: naciste cuando Arturo Frondizi cumplía unos seis meses de su presidencia
de la Nación, después de una dictadura.
GEP — Es así. Y en un barrio apartado de mi ciudad.
Viví hasta los catorce años con mis padres y con mi abuela paterna, que fue la
única de mis abuelos que conocí. De mis primeros años tengo sobre todo
recuerdos sensitivos: el aroma de la cal húmeda de las obras en construcción,
el perfume del alquitrán, del asfalto caliente que ascendía de las calles más
nuevas. A la tarde, el olor a mandarinas en invierno y a jazmines en verano; al
anochecer, los de la albahaca y la tierra húmeda de las
quintas. También conservo memoria de algunos sonidos: en las mañanas de convalecencia,
el rumor de las fábricas y oficios; por las noches, el del viento que hacía
oscilar el farol de la esquina con sus ráfagas, el silbato de los trenes que se
oía en el alba.
Tengo
pocas reminiscencias, en comparación, del sabor y del tacto: quizás mi infancia
sólo haya sido el aire cálido de enero y el sabor de las moras; también —por
qué no— la desmemoria de la muerte. A veces, en mi niñez, sin quererlo, en mis
manos moría una luciérnaga, mis dedos sucios de su última luz. Imágenes:
llegaban otras lluvias; y siempre de luto, mi abuela destendía contra el viento
un velamen de blanquísimas sábanas. Recuerdo mañanas de niebla —en verdad, los
días más hermosos nacían entre las nieblas de los suburbios—; y la mancha de
tinta que descubrí en el fondo de un cajón, el agua y la palabra siemprevivas.
Recuerdo mosquitos, Navidades, la bola de marfil de una sombrilla, mañanas de
gracia prodigiosas. Y también las tormentas de tierra, los pellejos de
serpientes, ese tórrido viento que traía, como plebeyas banderas, las babas del
diablo. Eran muchos los miedos que, por las noches, juntaban mis manos en
oración.
Me estremecía la oscuridad; pero de la mano de
mi madre —al anochecer y siempre en el verano— dábamos un paseo por el parque
rumoroso que estaba enfrente de nuestra casa; y veía, desde un banco entre
sombras, cómo se desprendían de los árboles bandadas de murciélagos. Ahora
tengo nítida esa imagen; y sin embargo, me fue necesario aguardar muchísimos
años para recuperar ese recuerdo. Había un deseo, en esos tiempos, de estar a
media luz y en soledad, en habitaciones que parecían fresquísimos claustros;
anhelo de noches de lectura y de oración, de las primeras lecturas escuchadas y
el balbuceo de las primeras plegarias. Mis abuelos muertos, de los que
escuchaba hablar y a los que conocía por fotos, llegaban entonces al conjuro de
esas palabras encendidas, a veces también en los silencios, en el olor de los
ajos y en el zumbar de mosquitos, en el humo del piretro que ardía su mágica
brasa sobre mi cómoda. Era una edad sin espacio ni tiempo, sin conciencia y sin
relojes: la edad sin fisuras en el muro del mundo.
Todavía
hoy tengo el privilegio de entrar todos los días a la casa en la que nací. La
curva de la calle es la misma, son los mismos el parque y los árboles, la luna
que a veces asciende tras las copas. Aún es esa casa en que viví —en esencia,
en lo profundo— la misma que fui lejos a buscar. Pero hoy ya no encuentro la
vereda de ladrillos, gastados por los zapatos y las muletas de los mendigos que
entonces me aterraban; ni el agua y su memoria rumorosa, ni los enjambres de
insectos que revoloteaban por las noches bajo el farol, ni aquellos perfumes de
la tierra y de la albahaca.
No eran los pasos de los mendigos el único
misterio de aquellos años. También misteriosa —y en la memoria amarillenta— era asimismo la esfera del
reloj de cocina que velaba mi infancia. La tarde en que dejó de funcionar y
pasó a ser mi juguete hoy regresa como un ramalazo; y también vuelve la emoción
de tocar ese disco inalcanzable —sus agujas negras, la roja, enhebradas en un
ojo común, y los números que el niño que yo era no acertaba a entender—; la
cuerda de un color acerado y aceitoso; las ruedas y su olor a engranaje
perfecto... Ese instante ha quedado, como el reloj, detenido en esta endeble
memoria. ¿Qué era lo que buscaba yo en su carcaza de metal, si el tiempo para
mí aún no existía?... Hoy no sé si era entonces su máquina lo que más me
conmovía, o su latido igual al de mis sienes, al paso de aquellos mendigos de
los que hablé, a todo lo que llenó de mitos mi pasado, mi presente de palabras.
Es curioso, pero tuve que irme muy lejos para
encontrar nuevamente todo
aquello que un día tuve al lado: no sólo esos misterios del tiempo y del
destino, sino también otras cosas: la goma negra de un gotero —pronto diré cuánto representaron los remedios en mi infancia—, esos frascos que encerraban un
líquidoalcanforado y azul, las ampollasresguardadas en cajas de madera;y el
vapor alcohólico en que hervían las jeringas y las agujas sobre un
mecherode la cocina, el patio sin baldosasantes de que se soltara la
tormenta... Y la imagen de las manos de mis mayores, que untabantodas
las noches con ajos y aceitesel pan de la pobreza. Todo
sigue estando allí de alguna forma, en esa casaque era y es —en esencia, en lo profundo— la misma que fui lejos a buscar. El pasado vuelve en cada instante de mi vida y
extiende mi memoria al infinito. A veces, el humilde,el simple olor de un fósforo
de cera que se enciende,ilumina mis días sepultados.
Era
demasiado vasto ese mundo de la infancia, aunque a simple vista hoy parezca un
cúmulo de cosas insignificantes y caóticas. Era mucho, y yo sólo alcancé a
aprender apenas un manojo de palabras para decir lo vasto del recuerdo: el olor
del café que se molía tras altos mostradores —y después el rito de guardarlo en
grandes latas que aromaban la noche—; y el día en que por azar descubrí, en un
ropero oscuro, un vestido floreado de mi madre —y en cada flor perduraba una
siesta de verano sin límites, la luz de las doce en la tela vaporosa. Acaso, cuando
elegí —si es que se elige— ser escritor, asumí en exclusividad el destino de
pronunciar mi entorno, de llamar con un nombre a cada cosa, a todo aquello que
vive en necesidad de palabras. En este cantar la ambigüedad de lo nacido, hoy
descansa mi alegría: en darle una palabra a lo que nunca suplicó tener voz.
Porque sin palabras —se ha dicho— no existe vida o muerte: sólo vértigo o
miedo.
2 — Los
remedios en tu infancia, adelantaste; por lo tanto, tu salud. ¿La vincularías
con tu vocación literaria?
GEP — Quizá se entienda un poco más el curso de mi
vida y mi vocación de escritor —si es que de ello merece que alguien se tome el
trabajo— si digo que tuve en mi infancia una salud quebradiza: sufría de asma,
y muchas noches las pasaba tosiendo; y mi piel, a la mañana, era del color de
los mármoles viejos —como las estatuas que aterran a los niños en los parques a
oscuras—. De esas noches en vela me han quedado —sobre todo— las fantasías que
hilvanaba en mi afán por dormir. Antes dije que hablaría de remedios. Pues
bien: los nombres de los que me daban han quedado en mis labios. He olvidado
muchos nombres —de personas, de lugares, de cosas—, jamás los de aquellos
brebajes. El gusto de los jarabes regresa a mi lengua después de tantos años, y
todavía me provoca —como entonces— un temblor espasmódico. No sé si ha quedado
tan viva en mi interior la enfermedad, como la angustia con que llegaba la hora
de ingerir esas bebidas melancólicas. Nombres malsanos, hoy esfumados de
droguerías y farmacias, hoy apenas parte de la historia de las enfermedades de
mi infancia.
El médico que me atendía, y al que veía con más
frecuencia que a un familiar, me prescribía en las crisis asmáticas más fuertes
una sal derivada del opio. En las farmacias la vendían en una sola ampolla, resguardada
por un envase de madera. La tos amainaba y los miembros quedaban laxos, como si
emergieran de una siesta extendidaa hasta el crepúsculo. En un
mechero de la cocina se esterilizaban las jeringas: hervían un buen rato en una
cajita de acero de la que emanaba un vapor blanco y alcohólico. De esa droga
tal vez no tenga más recuerdo que el placer con que me entregaba sin culpas a
su somnolencia luminosa. En las
convalecencias —las mañanas en que,
después de una noche de crisis, amainaba la tos espasmódica— mi madre me
llevaba a tomar el aire de las avenidas arboladas, o bien me encaramaban a un
tranvía que llegaba hasta la quema. Hoy no sé si el olor de la basura
incinerada era parte de la cura prescrita, o si el remedio tan sólo consistía
en ese paseo extendido, que por azar llegaba a los arrabales de la miseria.
La enfermedad me dio en mi infancia muchos
días sin escuela, me formó un carácter melancólico y me predispuso, como a
Proust, para la literatura. Por suerte en la casa de mis padres existían los
libros. Conviví con ellos desde el tiempo en que no sabía leer, labrando
ficciones a partir de los dibujos de las tapas y de las reseñas que me hacían
mis padres. Había una enorme Biblia ilustrada, que más que afianzar mi fe pobló
mi fantasía con historias monstruosas. Más tarde, cuando pude leer, leí, muchas
veces sin entender, novelas de aventuras, relatos policiales, cuentos de
terror, el teatro de Shakespeare y de Ibsen, Bocaccio, Rabelais —también los
grabados de Doré a “Gargantúa y
Pantagruel” me llenaban de inquietudes—, la poesía tradicional y la
gauchesca, Víctor Hugo, Cervantes, algo de Quevedo, bastante de Enrique
Larreta, Hugo Wast, Alejandro Dumas, Julio Verne, Edgar Allan Poe y otras
mezclas semejantes.
Comencé a escribir muy joven, al final de mi infancia, y me seguía alimentando
con todo lo que me caía en las manos. Lo que escribía era más bien caótico,
ecléctico, quizás de muy poco valor, salvo en lo personal. Escribía cuentos y
poemas, tanto en versos libres como medidos. Fueron años casi infructuosos en
cuanto al contenido poético, pero que me sirvieron como aprendizaje, sobre todo
como experimentación de formas.
En 1971
terminé la escuela primaria, que nunca me gustó, y al año siguiente entré,
después de un riguroso examen, al Colegio Nacional, porque mi padre ya había
tomado por mí la determinación de que mi vida se tendría que encaminar hacia la
Universidad. El Colegio Nacional tenía un halo de prestigio. Por sus escaleras
de mármol gastado habían subido a dar sus clases Pedro Henríquez Ureña,
Martínez Estrada, Loedel Palumbo. Entre sus exalumnos estaban Francisco López
Merino, Ernesto Sábato, René Favaloro. No obstante que los tiempos habían
cambiado —entré al Colegio al final de la Revolución Argentina, viví en él el
regreso de Perón, allí recibí la noticia de su muerte y egresé en 1976, con el
Proceso— tuve buenos profesores y recibí una sólida formación. Ya no era un
asmático, y tuve épocas en que me dediqué mucho a la actividad física. Llegaron
los primeros enamoramientos y todas las cosas contradictorias, hermosas y
desdichadas, de la adolescencia.
3 — Instalémonos aun más en ella. Y sigamos.
GEP — A
los dieciséis o diecisiete años descubrí la poesía de Arthur Rimbaud. Decía el
maestro Domingo Ortega que no es lo mismo torear que dar pases. A partir de
Rimbaud, tal vez comprendí que hasta entonces no había toreado todavía, que me
había limitado a dar pases. Fue a partir de ahí que todo empezó a ponerse más
serio, comprendí que “la poesía” era mucho más que “escribir poesías”, que
configuraba una forma particular de ver el mundo, de enfrentar la sociedad y la
historia. No sé por cuanto tiempo escribí bajo la influencia de Rimbaud. A los
21 años, cuando publiqué mi primer libro, le dediqué dos poemas; a los
cincuenta, un cuaderno, “La pierna de
Rimbaud”. Rimbaud hizo mucho por el mundo de las letras, pero en especial
por mí.
En 1977
tuve que cumplir con el Servicio Militar en la Fuerza Aérea. Yo tenía de la
vida militar una imagen romántica que muy pronto se iba a esfumar. Mi
experiencia la podría resumir en algunos recuerdos olfativos: el del agua que
venía del río cercano y que se potabilizaba precariamente; el del jabón y el
perfume barato con los que intentábamos ocultar el olor del cuartel; el de las
infusiones que humeaban en grandes ollas, casi de madrugada, en el patio de
armas; el olor —mejor sería decir el perfume— del hinojo y del eneldo, de la
menta y de la mejorana que pisaba cada vez que me dirigía hacia el puesto más
apartado, solitario y silencioso. También estaba el de los fusiles, que era
olor a aceite y a metal, y el del fogón de la guardia, a leña y a grasa
quemada; el de las comidas, invariablemente repetido; el de las cáscaras de
naranja que se secaban al rayo del sol en los patios encalados; el hedor de los
grandes botes de desperdicios a los que de noche se acercaban con sus ojos
infernales cientos de ratas; el de las casetas húmedas de orines antiguos; el
relente de esa tierra fresca y pobre que se juntaba entre las lajas y que hacía
germinar yuyos de similar pobreza. Aromas que aún hoy me evocan en este país de
confines una vida miserable y sucia, en la que todo pensamiento elevado
naufragaba en el sufrimiento de vivir como un preso y en el terror de morir en
una guerra insensata o el de tener que dar la muerte a cualquier otra persona.
Estos recuerdos, y los de los años de la peste, quedaron en “Huesos de la memoria”, en “Viento de lobos”, incluso en algunos de
mis últimos poemas, a los que regresan como regresa una pesadilla.
En 1978
comencé a cursar en la Facultad de Humanidades la carrera de Letras. La
Facultad se desentendía de aquellos que tratábamos de ser escritores, pero nos
permitía descubrir a muchos “maestros”, como Trakl, Saint-John Perse, Montale,
Quasimodo, Rilke. Por mis estudios, pero también por inclinación natural, tuve
siempre una formación muy hispanista, y por ahí fueron entrando, primero,
Antonio Machado, el primer Juan Ramón Jiménez y los poetas del 27; más tarde,
el último Jiménez, Caballero Bonald, Claudio Rodríguez. De los poetas
argentinos, Ricardo Molinari, Alberto Girri, Enrique Molina, también Leopoldo
Marechal, a quien ya se lee muy poco, por lo menos su poesía. En esos años me
sentía un poeta mimado por los escritores consagrados de La Plata, como Ana
Emilia Lahitte, Aurora Venturini, Horacio Ponce de León. Pero el poeta que más
influyó en mi trabajo fue Horacio Castillo.
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G. Pilía, Ana Emilia Lahitte, Horacio Castillo (2001) |
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Atilio Milanta, Aurora Venturini, G. Pilía (2004) |
Los
libros siempre fueron de la mano de los autores; y ambos se me han ido
abrojando a determinados momentos de mi vida; tanto que se podría trazar la
biografía de un escritor —mi biografía— con sólo hablar de los libros que lo
apasionaron en tal o cual momento. Por supuesto que no bastaría el comentario
crítico, sino más bien la descripción de los “estados de alma” que esos libros
le provocaron. Un libro clave en mi vida fue “Una temporada en el infierno”, que en aquel entonces, en mi
adolescencia, lo leí en la traducción que hicieran Oliverio Girondo y Enrique
Molina, hermosa traducción en la que la literalidad está subordinada a lo
poético, como siempre tiene que ser.
Otro
libro para mí muy importante fue “Huesos
de sepia” de Eugenio Montale, y casi al mismo tiempo toda la poesía de
Quasimodo. Excluidos Rimbaud, Montale, George Trakl, Quasimodo, la lista se
haría extensa, porque más allá de las lecturas circunstanciales, azarosas o de
puro placer, al estudiar la carrera de Letras, todos los años me tenía que
enfrentar con treinta o cuarenta libros, de los cuales algunos pasaban sin pena
ni gloria y otros me iban dejando marcas. Pero en la facultad no se leía mucha
poesía, salvo en español, además de la clásica en griego o en latín; esto
también me ha dejado su marca: Salinas y Cernuda, Píndaro u Ovidio. A veces se
piensa que, para un poeta, los libros fundamentales que lo han apasionado son
los de otros poetas. A mí, en cambio, me han dejado huellas profundas muchas
novelas, obras de teatro, libros de historia, de filosofía, de religión. La
poesía, por otra parte, es un género omnívoro: de todo se nutre y todo lo
transforma.
La
carrera de Letras era en ese entonces muy distinta a lo que es ahora, era una
especie de licenciatura en Filología Clásica. Los clásicos antiguos, que en mi
infancia había leído en malas traducciones, los tuve que releer en sus idiomas
originales. Se les daba mucha importancia a las lenguas clásicas. Ocho horas
diarias de estudio de griego y latín era el tiempo que nos recomendaban los
profesores. Cuántas mañanas, cuántas noches, cuántas tardes de sol o de lluvia
sobre Píndaro y Virgilio... Tanta seca gramática —podría hoy reprocharles— para
escribir estas tres palabras, algunos versos medianamente venturosos... Qué
tristes meses —recuerdo— aguardando un examen, repitiendo aoristos y
declinaciones... Pero también, qué añoranza siento ahora al recorrer los lomos
de esos libros que ya no tengo la obligación de leer...Hoy ya no existe el
profesor de griego al que tanto quería, el de latín que me aterrorizaba; hoy ya
son ambos hierba y sonido, igual que lenguas muertas... Y yo me he convertido
un poco en ellos, como un hijo que
aprendió a su lado la nostalgia de la luz antigua, pero no a morir; un hijo que
hoy en Píndaro y en Virgilio los recuerda.
4 — Atrás la adolescencia, estamos en tu
plena juventud.
GEP — Cuando,
después de la Guerra de Malvinas, se abrió la actividad política, sentí la
necesidad de incorporarme también a ese mundo. Yo ya había publicado dos
libros, “Arsénico”y “Enésimo triunfo”, y escribía oscuros
poemas bajo la influencia de Georg Trakl, acordes con la época. Después de muchas
idas y vueltas en mi vida religiosa, que me llevaron incluso a plantearme
seriamente estudiar para sacerdote, yo ya era en los años de Facultad un
católico militante, y casi naturalmente me afilié al Partido Demócrata
Cristiano. A lo largo de mi vida adherí y voté a distintos partidos y
diferentes candidatos, pero nunca abandoné las banderas del socialcristianismo.
A los 27 años ya era asesor de un diputado demócrata cristiano. A los 29 me
nombraron director en el área de Cultura en el gobierno del doctor Antonio
Cafiero. Después, nunca más volví a ocupar cargos políticos. No sé hasta qué
punto es compatible la política con la literatura. Realicé algunas tareas ad
honorem, de las que no siempre salí bien parado. Hasta el día de hoy, en que
estoy cerca de jubilarme, me he ganado la vida con un cargo de carrera en el
Archivo Histórico de la Provincia y con el ejercicio de la docencia. En algunos
momentos hice otras labores vinculadas a la literatura, como escribir algún
libro de investigación por encargo, viajar como jurado o dirigir programas de
radio. Si bien no he podido vivir de lo que escribo, siempre viví de trabajos
relacionados con la cultura y con las letras.
Después de la
literatura, y en gran parte por culpa de ella, mi gran pasión ha sido viajar.
Nuevamente mi recuerdo se traslada a la infancia. En una reunión —de familia,
de amigos, de vecinos, ya lo he olvidado o finjo hacerlo, pero carece de
importancia— el niño que fui escuchaba hablar de Europa. Un matrimonio había
vuelto de un largo viaje y se pasaban fotos, se desplegaban periódicos. Madrid
tintineaba en mi oído como moneda en la taza de un ciego, como organillo de
Galdós. Soplaba viento en el Sena, en Nôtre Dame no aparecía Esmeralda. Tras
los palacios italianos, había un cielo como un paño de bandera que me llenaba
de melancolía. En la reunión se comía, se bebía, se echaban bromas. El niño que
fui soñaba entonces con ese mundo que ya había comenzado a amar a través de los
libros. El recuerdo de ese instante iría conmigo por siempre: oscuro a veces
como el agua veneciana o luminoso como la arena de Las Ventas. Nadie supo nunca
que esa noche casual alimentaría por años mis ensueños; que mi imaginación iba
a reponer lo que entonces no se había dicho; que en los viajes del cuerpo —que
tendría ocasión de hacer— iba a buscar, sin conseguirlo, el mismo cielo, esa
brisa, esa luz; que trataría sin resultado de revivir —en los viajes del alma—
esa soleada tristeza: la del niño que ya apuntaba a escritor.
Hay quienes se hacen escritores para viajar; hay
quienes viajan como pretexto para escribir. Desde aquella noche que acabo de
contar, o quizás desde antes, los viajes tuvieron para mí un fuerte atractivo,
siempre abrojados al mundo de los libros, quizás también al del cine, al de
algunas historias escuchadas en mis primeros años. De joven tuve posibilidad de
viajar un poco por mi país y por países vecinos. Pero como suele sucedernos a
los que nacimos aquí, el verdadero viaje es el que nos lleva a nuestras raíces,
a Europa. Y ese viaje llegó a mi vida bastante tarde, cuando ya era un hombre
formado, y quizás por eso unido a una sensación mayor de melancolía. Unos meses
antes de viajar a Europa tuve que estar unos días en cama por una fuerte gripe,
y en varias tardes en que me tuve que quedar solo me puse a releer viejos
libros, algunos de aquellos que en mi infancia y adolescencia me hacían soñar.
Y de pronto me sentí invadido por una gran angustia. ¿Cómo hubiera sido mi vida
de haber podido viajar veinte años antes? ¿Con qué ojos hubiera visto ese otro mundo?
¿Cómo se hubieran traducido, como se traducirían ahora todas esas imágenes en
palabras?
5 —
¿Tus recuerdos de Europa? ¿Y aun de otros viajes?
GEP — Amanecer
en las landas; viaje en tren a Jerez de la Frontera; noche en la Vía del Corso;
subida a Montmartre, al castillo de San Jorge, al Albaicín; almuerzo en Aranda
del Duero; un mediodía de invierno en Provenza; el paso del San Gotardo; la
carrera de San Jerónimo en Madrid; una misa en Nôtre Dame; una calle de Lisboa
en la que vendían grandes paraguas; los Pirineos, los Alpes Marítimos; una
tarde de toros en Aranjuez; una noche de verano en el Sacromonte; una taberna
griega en el Barrio Latino; el París de los impresionistas y el Madrid de
Velázquez y de Goya; “El entierro del conde de Orgaz”, el “Guernica”; el teatro
romano de Mérida; el café de la mañana de Burdeos; la estación Pan Bendito; la
calle Amor de Dios…
En realidad, nunca
me senté a escribir sobre ningún viaje. Como muchas experiencias vitales, los
que yo hice fueron difíciles de expresar. Sólo quedaron fragmentos que de vez
en vez se manifiestan en algún cuento, mejor aún en algunos poemas, sobre todo
en los de mi libro “Ojalá el tiempo tan
sólo fuera lo
que se ama”. Viento junto a los grandes ríos del Paraguay
interior; ceibales del río Urión; amanecer en el río Desaguadero; viento desde
el Sacromonte, hacia las torres de la Alhambra; viento en el mediodía de
Formosa desmelenando las palmeras. Viento yo mismo: traer, llevar, partir,
regresar, ¿no son acaso la misma cosa, hitos a partir de lo cual pasamos a ser
distintos?
Después de los
países de Europa, y en especial de España —si bien me siento profundamente
argentino, soy también, por adopción, por cultura, por cosmovisión, un perfecto
andaluz—, quizás sea México el que estuvo siempre, desde mi infancia, más
cargado de sentimiento y misterio. También allí llegué tarde, a una altura de
la vida en que ya queda poco lugar para el espíritu romancesco que encontraba
en la “Sonata de estío” de
Valle-Inclán, a una altura de la vida en que quedan pocos rincones del alma en
los que se pueda cobijar algo misterioso. Y el romanticismo de Perú y de
Ecuador, los días vividos en Arequipa, en Quito y en Lima en los que me sentí
verdaderamente feliz.
6 — Nos
quedan tus libros y el ejercicio de la docencia.
GEP — Además
de poesía he escrito cuentos, dos libros de mitos y leyendas adaptados para
chicos, ya que gran parte de mi vida estuvo dedicada a la formación, a la
docencia, y un libro de cuentos taurinos que tuve la fortuna de presentar en Madrid,
durante la Feria de San Isidro de 2012. Después tengo cuentos, sobre todo
históricos, publicados aquí y allá. He escrito también alguna novela corta y
nunca intenté siquiera hacerlo con el teatro, pese a que es un género que me
encanta. Escribí por encargo la parte dedicada a la poesía de la “Historia de la literatura de La Plata”,
libro que no acrecentó la amistad que ya tenía con algunos escritores y que en
cambio me ganó unas cuantas inquinas. Pasé como profesor por el Seminario Mayor,
la Universidad de La Plata y por la Católica, y ahora doy clases de Latín y de
Teoría Literaria en el Instituto Terrero. El Latín me ayuda a que no se me
descarrilen los pensamientos y la Teoría Literaria es el contrapeso de mi
libertad creadora. Me rodean muchos compañeros y pocos amigos. Como profesor
tengo fama de bonachón, porque mi modelo es Antonio Machado. Me queda poco
tiempo para poder jubilarme y después pienso dedicarme a viajar, leer y
escribir, es decir, lo mismo que hago ahora pero libre de obligaciones.
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G. Pilía UNLP - (2004) |
Tal vez resulte
extraño que en esta especie de autobiografía haya hecho poca o ninguna mención
a mis libros, a mis premios, a algunas celebridades a las que tuve el
privilegio de conocer. En las “Memorias
de Adriano”, el protagonista confiesa, en la visión retrospectiva de su
vida, que quizá no resulte relevante el que haya sido emperador. Tal vez
tampoco sea relevante que yo haya sido escritor. Por alguna razón
incomprensible, el recuerdo de mis días de niño asmático se sobrepone al de los
libros que publiqué, el de los olores de mi año de soldado a los premios que
recibí, las minucias de un viaje a la imagen de escritores y artistas famosos
de los que podría hablar. Los momentos más trascendentes de mi vida, la primera
vez que me uní a una mujer, el nacimiento de mi hijo, el día en que cumplí mis
50 años, la muerte de mi esposa, por citar algunos casos, difícilmente podrán
transformarse en literatura. Prefiero cerrar estas primeras páginas con una
especie de autorretrato de sabor cervantino:
Este que ves aquí, de rostro
sonriente, de cabello entrecano, frente un poco marcada por los años y las
muchas lecturas, de melancólicos ojos, de nariz griega, más grande que pequeña,
las barbas de plata, que ha veinte años fueron oscuras, la boca sensual, los
dientes desparejos, mal acondicionados y peor puestos; el cuerpo entre dos
extremos: crecido de carnes y pequeño de talla; la color viva, antes blanca que
morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el
rostro del autor de “Arsénico”, “Huesos de la
memoria”, “Opera flamenca”, y del que hizo el “Viaje al país de
las Hespérides”, y de otras obras que
andan por ahí descarriadas y quizás sin el nombre de su dueño, el rostro del
que se llama comúnmente Guillermo Eduardo Pilía. Su vida y su obra,
superficialmente sencillas, están llenas “de hiatos y de puntos en suspenso”.
Desde los 20 años se dedicó a escribir y publicar poesía, pero también fue
valorada su labor narrativa, sin que él se preocupara mucho en darle su lugar.
Además de la literatura, le interesa la historia, los vinos, el fútbol,
Andalucía, el flamenco, los toros (“Y antes que un tal poeta, mi deseo primero
/ hubiera sido ser un buen banderillero”, podría haber escrito con Manuel
Machado). Cuando en su adolescencia anunció que se dedicaría a las letras, le
vaticinaron que moriría de hambre, oráculo que no se cumplió. Como dijo un
colega suyo, “de joven escribía para viajar y de grande viaja para escribir”.
Pese a haber realizado obra objetivamente valiosa y de personalísimo acento, ha
sido más valorado en el exterior que en su propio país. “De él también podría
decirse, como se dijo de otro escritor de su ciudad, que es una mezcla de
Hemingway por fuera y Juan Ramón Jiménez por dentro”, escribió Guadalupe García
Romero. Y alguien podría aplicarle asimismo, con ciertas reservas, las palabras
de Valle-Inclán sobre el marqués de Bradomín: “Era feo, católico y
sentimental”.
7 —
Consta en tu presentación formal, curricular: sos el autor del “Diccionario de escritores de la provincia
de Buenos Aires. Coloniales y siglo XIX”.
GEP — Siempre me apasionó la historia, especialmente
la historia argentina, que es mucho más rica que cualquier literatura.
Considero que la historia sustituyó, en gran parte, la pobreza de novelas de
nuestro siglo XIX. “Facundo” y las
demás biografías de Domingo F. Sarmiento son verdaderas novelas, incluida su
propia autobiografía. Por eso mis intereses intelectuales se vuelcan en parte
hacia la historia, sobre todo hacia la historia cultural. Ya hace casi 25 años
que trabajo en el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, un lugar
privilegiado que me ha permitido desarrollar éste y otros trabajos, como la
edición facsimilar de “El Triunfo
Argentino” de Vicente López y Planes y varios trabajos sobre toponimia.
8 —
Resulta que a mis setenta y un años, hace pocos meses, me regalaron el volumen “Cuentos secretos” de Aurora Venturini
(1922-2015), como vos, platense, y con más de treinta obras publicadas. Primer
acercamiento mío, ambivalente, a su escritura: me sorprendió de forma grata
aquí o allá y también algunos pasajes me produjeron reticencia, fastidio. La
has destacado. Contanos de ella.
GEP — Ella me descubrió a los veinte años y
me alentó en mi vocación literaria. Siempre tuvo conmigo una relación llena de
afecto y de respeto, pese a que yo tenía también muy buenas relaciones con la
poeta Ana Emilia Lahitte. En La Plata ha quedado como parte de nuestro
anecdotario la rivalidad de ambas, pese a que habían estudiado juntas y habían
pertenecido a la misma generación. Creo que hacia el final de sus vidas
llegaron a reconciliarse. Visité muchas veces el departamento de Aurora, sobre
todo en la época en que estuvo casada con Fermín Chávez, con quien también tuve
una excelente relación. Opino que Aurora va a quedar en la historia por su obra
narrativa, quizás tardíamente valorada, más que por su obra poética. En una
ocasión me organizó un homenaje en su casa. Fue cuando me expulsaron de la
Sociedad de Escritores de la Provincia, entidad que ella misma había fundado y
que, en manos de gente oscura, había decidido eliminar de sus padrones a
escritores que pudieran resultarles competitivos. Aurora tomó mi expulsión como
un reconocimiento y me organizó un homenaje en su casa, en el que Fermín Chávez
compuso algunos versos gauchescos en mi honor. Concurrieron los escritores más
importantes de La Plata, pero el departamento de Aurora era muy pequeño, de
manera que una vez que nos sentamos ya no pudimos movernos más. Lo curioso fue
que Ana Emilia Lahitte, quien lógicamente no fue invitada, también me organizó
un homenaje en su casa por el mismo motivo. Tanto Aurora como Ana eran mujeres
de una enorme personalidad, muy generosas con los jóvenes, y como suele ocurrir
con muchos escritores, llenas de costumbres, ritualismos y atavismos que ya
estarían fuera de la materia de este reportaje.
*Guillermo
E. Pilía selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
Pan
de la memoria
He dejado a mis
padres
en esa casa que fue alguna vez
del tamaño del mundo. —Hay allí,
bajo esos zócalos, en cada grieta
de sus lajas, un tiempo en su sepulcro;
allí una hierba fina va creciendo
como la cabellera de los muertos—.
Estos pocos recuerdos son mis únicas
certezas por ahora. —Y la infancia
—como una espina de naranjo verde—
es una extensa mañana de lluvia;
es un agua metálica y humilde
que hervía en grandes ollas
y el perfume del apio y del arroz,
del perejil y la albahaca. Más tarde
yo iría a revolver en los roperos
sin saber que otras vidas más profundas
perduraban detrás de las maderas.
Acaso no existía diferencia
entre el sueño y la vigilia, entre un lado
y el otro del espejo, del armario
—aquel en que un abuelo silencioso,
embutido entre los sacos decrépitos,
sonriente descansaba—. No sabía
entonces lo que vive o sobrevive
debajo de las lajas y los zócalos,
ni el destino del pelo y de las uñas;
hoy hablo —claro está— de aquellos años
en los que nunca sentía el temor
de vivir con las sombras, tan distantes
de otros que llegarían a traer
gota a gota la piedad y la pena.
¿Por qué será que ahora
casi nunca se despierta feliz
quien soñó con sus muertos?
Sólo tras muchos viajes por mi sangre
volvería a esos cuartos para hurgar
entre los sueños y entre los roperos,
igual que cuando era aquella casa
del tamaño del mundo. —Hoy comprendo
que todo ese mosaico de vivencias
tuvo encaje y sentido en aquel tiempo:
las perchas, las cigarras, las sombrillas,
las cuentas de un collar, las flores rojas
que veía al despertar de la siesta.
Y el olor de la harina humedecida
con que se amasa el pan de la memoria.
(“Ópera flamenca”, 2003)
*
No sé si es mi
hijo o soy yo mismo
La calle en sombras que el joven camina
como quien sabe adónde se dirige,
incube acaso el amor o el deseo.
Lo miro: no sé si es mi hijo o soy yo mismo
que he regresado en los pliegues del tiempo,
o un ángel con la misión de enrostrarme
mi negada fugacidad. También, Señor,
yo fui este joven ignoto, fui como mi hijo,
caminando en lo oscuro con certezas
de mi propio destino y de sus hilos.
Y él como yo, seguramente, ayer jugaba
taciturno en el rincón de algún patio
que hoy ya no existe. Como yo tendrá mañana
—sin darse cuenta acaso— más de medio siglo.
(“Ainadamar”, 2014, inédito)
*Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de La Plata y Buenos
Aires, distantes entre sí unos sesenta kilómetros, Guillermo Eduardo Pilía y
Rolando Revagliatti, 14 de julio 2016.