Desde mis primeros viajes iniciáticos al norte argentino que inmediatamente dieron paso al descubrir de los países limítrofes siempre traté de priorizar lo cultural por sobre la belleza de la postal turística.
Interiorizarme de la cultura y descubrir su gente, conocer su problemática y tratar de comprender su naturaleza es lo que me motivó, motiva y me anima en esa búsqueda de horizontes nuevos que no es otra cosa que bucear en el conocimiento interior.
Pero esta vez era diferente. El viaje era una mezcla de revisionismo histórico y aventura en un medio de transporte que nunca antes había utilizado: la mula. No solo eso, también había que dormir en carpa durante una semana y cruzar dos pasos de montaña a 4800 metros. Sin dudar un solo instante procuré todo el equipo necesario para semejante travesía. El itinerario a seguir no solo era de los más tentadores, sino que me henchía el pecho.
La invitación del gobierno sanjuanino a participar de la octava edición del cruce de los Andes por la misma ruta que había realizado el Libertador don José de San Martín hicieron que “la previa” fuera más excitante que cualquier aventura, viaje exótico o cultural anterior
La expedición contaba con algunas etapas previas antes de llegar a la cordillera. En Barreal, hicimos la primera jornada y de allí partimos en camionetas 4x4 rumbo a la estancia Los Manantiales donde se me presentó la primera duda: montar una mula o un caballo. La mula es más segura en la angosta huella al borde de profundos precipicios, mientras que el caballo es más cómodo de ancas y de carácter más dócil. Elegí un bayo que me resultó amigable en los primeros pasos de prueba y juntos encaramos el primer repecho. Tras una jornada de cinco horas llegamos al refugio de Friás Altas a 3700 mts de altura donde el paisaje ya había variado: el diámetro de las piedras se había reducido notablemente en cambio la vegetación había desaparecido.
Al otro día, salimos en busca de la cuesta de El Espinacito a 4800 mts , donde los animales hicieron un terrible esfuerzo, pero al llegar a la cumbre, todos tuvimos una recompensa: nosotros, al contemplar una vista increíble del Aconcagua y ellos, al descansar un rato. Aquí se pasa del sol limpio a los temporales de altura con garrotillo de por medio, algo que los lugareños denominan a una especie de lluvia, granizo y nieve. La cabalgata se extendió por una diez horas, el cuerpo dolí, pero ya estábamos a mitad de camino de lo hecho por San Martín, quien cruzó por allí con cinco mil hombres. Alcanzamos el valle de Los Patos, luego, siempre en territorio sanjuanino llegamos a valle Hermoso y ahí a festejar en el hito que marca el límite entre los dos países. Belleza y emoción se mezclaron y la mayoría derramamos un lagrimón.
Las largas jornadas de travesía y cabalgata, las alturas y su falta de oxígeno, junto a las dificultades del terreno me hicieron ver más grande la proeza del Libertador quien por allí pasó con cerca de 10 mil animales que transportaban hombres, hospitales de campaña, imprentas e innumerables pertrechos.
Si la subida del Espinacito fue dura, no menos fue su bajada en busca de las Vegas de Gallardo. Un tercio de los expedicionarios lo hizo caminando y llevaban de las riendas a su animal. Mi caballo paró a tomar aire y coraje no menos de una decena de veces en el empinado trayecto. Pero esta escena de paisajes bellos e inhóspitos con reconfortante ríos que nos permitían pegarnos un chapuzón o tomar de sus puras y cristalinas aguas nos acompañó a lo largo del todo el viaje.
Día de descanso
Tras una marcha de cinco horas y otra de diez a lomo de animal llegó el reconfortante tercer día y con él, el día de descanso en el inmenso valle de Los Patos. Su pastura y su cantidad de agua también hicieron las delicias de los animales. Aproveché para internarme en el paisaje remontando un río en busca de fotos y de un baño reparador, pero lo hermoso de mi excursión tuvo su consecuencia, ya que llegué demasiado tarde para el almuerzo y me tuve que contentar con una lata de peras en almíbar de la cual los gendarmes solo utilizaban su jugo para mezclarlo con vino.
Mi recompensa llegó cuando el sol comenzaba a esconderse entre los cerros. No sé de dónde y tampoco pregunté, apareció una pata de chancho, sí, un jamón, sin embargo mis ojos no daban crédito cuando, tras cartón, aparecieron las trucha. Tanto los gendarmes como los arrieros habían llevado sus cañas y tras encarnar con langosta –abundaban en los pastizales del valle- trajeron rededor de setenta piezas que acompañé con una buena botella de vino sanjuanino que uno de los médicos me había obsequiado la noche anterior. Aprovechando que la mayoría de los expedicionario se encontraba en sus carpas, descansando, fuimos pocos los que logramos disfrutar de aquel manjar.
Esa noche no cené, pero sí, como todas las noches participé del fogón, lo que tuvo de diferente fue ver la Vía Láctea tan completa como pocas veces la vi. Todo un regalo para los sentidos.
Mi caballo
Desde Barreal salimos en camionetas 4x4 hacia la estancia Los Manantiales en busca de los animales que nos transportarían durante la travesía. Mi camioneta fue una de las últimas en llegar por lo tanto ya quedaban los últimos caballos y mulares. A la hora de elegir pedí ensillar un bayo con crines y cola larga, de buen porte y finas patas. Para que hubiera menos cantidad de confusiones el caballo tenía un número en su bozal, similar al de la montura —elemento que todas las jornadas estaba a nuestro cuidado junto al bozal— la mía dormía conmigo sirviendo el cojinillo y el pelero de colchón y aislante. Mi caballito llevaba el número cincuenta, mi edad.
Al final de la primera jornada llegué entre los últimos, sumado a que me quedé observando cuanto accidente aconteció —caídas, resbalones, ajuste de cinchas— y sacando fotos que me demandaban tiempo y esfuerzo. Mi bayo no era de los más briosos, más bien bastante pachorriento.
Al día siguiente, luego de la diana que sonó a las 7.00 fui a buscar mi bayo, al poner la montura llamé a uno de los arrieros para que me diera una mano en el ajuste de la cincha y aproveché para preguntarle por el nombre del caballo.
—Horacio— me dijo.
—¿Cómo Horacio? —Pregunté pensando en que me estaba chisteando.
—Es que el dueño de esta tropilla se llama Horacio y a este bayo le quedó ese nombre.
De allí en más mi vínculo con el animal que llevaba por número mi edad y respondía a mi nombre se hizo más intenso.
1 comentario:
Gracias por enviarnos tan notable colaboración. Amerita una segunda parte. Felicitaciones al fotógrafo GSF
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