Entrevista
realizada por Rolando Revagliatti
“Relatos para morir con los ojos abiertos” (1997) y “Poesía
36 autores” (1998). Publicó los poemarios “Libro del vigía” (1978), “Libro de la
memoria” (1982), “Libro del espejo ardiente” (1985),“Libro
de la frontera” (1992), “Libro de navegación”(2003), “Libro del humo” (2014).
¿Residís en la misma casa en que naciste?
PC — En la misma casa umbrosa donde vivieron mi madre y mi
abuela. Allí, desde muy chica, hubo más libros que otros objetos. Mantengo la
imagen de mi madre, regresando de diligencias, con compras y uno o dos libros.
Mi padre, que trabajaba frente a EUDEBA, en su vieja sede de la Avenida de Mayo, en Buenos
Aires, volvía con el diario “La
Razón” y un modesto tomito de esa editorial. Ninguno de esos
libros se salvó de mi curiosidad. En ese caserón, las paredes estaban tapizadas
de libros, al punto de que, en ocasión de un asalto, los policías que vinieron
a relevar huellas, no podían creer que fuera una casa de familia: pensaban que
era una biblioteca. Esa es mi sensación: haber nacido y vivir en una biblioteca
donde los libros son bienes más valiosos que una caja fuerte. Por lo menos son
cajas de otra fortaleza. Sin embargo, también de mis padres aprendí a prestar
libros y, por una insólita magia, siempre volvieron. En la adolescencia, como
todo el mundo (exagero), empecé a escribir para que maestras y profesoras me
dijeran que todo era muy lindo y me hicieran leer en actos escolares. Lo que no
fue útil ni formativo. Se necesita la crítica y, si es despiadada, mejor. Me
presenté a concursos literarios y obtuve premios, pero yo prefería los
comentarios que me permitieran crecer.
Y
habrá comenzado a suceder cuando en 1977 integraste el grupo literario
“Latencia”.
PC
— Espléndida
experiencia, porque era una cooperativa intelectual. Compartíamos lecturas de
poetas contemporáneos y también nuestros textos, intercambiábamos pareceres con
enorme libertad. Trato de repetirla en cada ámbito en el que me toca actuar. En
aquel grupo estaban Abel Robino, que lo dirigía, Juan Carlos Gago, César
Cantoni, Graciela Buzetta, Ricardo Klala Domián, Aníbal Amat, entre otros. Yo
había estudiado Bachillerato en Letras y quise entrar en la Escuela de Periodismo, que
fue clausurada en esa época. Lo que me llevó a inclinarme por Letras en la Facultad de Humanidades,
sin que la docencia fuera mi principal objetivo. Sin embargo la carrera me
gustó, sobre todo porque tuve muy buenos profesores que, además, eran
excelentes poetas, como Rodolfo Modern [1922-2016]. Él nos leía poemas, propios
y ajenos, y muchos nos quedábamos, después de la clase, para disfrutarlos. Fue
para mí un ejemplo, porque, cuando nos explicaba las circunstancias de su
escritura nos estaba transmitiendo lo más importante: la “cocina” de su
escritura, sus dudas, su trabajo para transformar sus intuiciones en palabras. Ese rigor en la tarea poética fue
lo que más me impresionó.
También en plena dictadura publicaste tu primer poemario.
PC
— Asesorada
por Ernesto Girard, quien para todos fue un apoyo en los temas referentes a la
gráfica de la poesía. Con él todos los poetas de la generación del ‘70
comprendimos la importancia del poema bien impreso. Ese aspecto debe ser un
puente entre el autor y el lector, porque si la impresión no es clara, se nos
cae el poema. Aprendimos a valorar el espacio en blanco, la disposición de
dibujos, los márgenes. Fue como los copistas medievales, un maestro. Y así tomamos
conciencia de que el libro es un objeto valioso en su totalidad, no sólo por su
contenido.
¿En
qué lapsos, con quiénes integraste los grupos literarios “Contrastes” y “Los
Albañiles”?
P. Coto c/César Cantoni, Atilio Chiesa, Abel Robino, entre otros - 1978 |
PC
— “Contrastes”
fue un grupo que trabajó mucho en torno a la década del ‘80. Recuerdo a Víctor
Hugo Valledor y Susana Dakuyaku; a Hugo Insaurralde, que editó poco pero de muy
buen nivel; a Rubén Ángel Gutiérrez, que falleció, dejando poemas y prosas que
sería necesario releer; a Cristina Sathic, a Celia Álvarez, quien casi no ha
publicado;a Martha Roggiero, que sigue escribiendo aunque difunde poco. “Los
Albañiles” se constituyó después del ‘84, con, por ejemplo, Julián Axat, quien
ha publicado varios poemarios y se halla muy comprometido con la defensa de los
derechos humanos; Jorge Pineiro, que escribió poesía y cuento y, después de su
muerte, permanece prácticamente inédito; Diego Vallejo, con prácticamente un
único libro editado. Nuestras charlas eran interminables porque todos los temas
derivaban hacia la poesía, hacia el valor de la palabra.
Los dos grupos eran muy
distintos. “Contrastes”, como su nombre lo indica, estaba conformado por gente
de distintas edades y trayectorias: Pedro B. Palacios (Almafuerte) se daba la
mano con Oliverio Girondo. “Los Albañiles” opinábamos, leíamos y escribíamos mucho,
vivenciando la poesía como una construcción, algo de un orden colectivo. Lo que
fui internalizando lo dispuse para mi tarea al frente de talleres literarios: comunidades
libres, autogestionadas, respetuosas pero edificando diferencias. Tal vez no
haya mayor poesía que esa “metapoesía”, la que surge del discurrir de lectores,
escribidores, hablistas, palabristas.
P. C. c/ Oteriño, Cantoni, Anagnostópulos , Moure, Aramburú , Castillo (h) - 2015 |
Tu veta de investigadora ya habría despuntado. Y
prosiguió a lo largo de las décadas.
PC
— Despuntó
respecto de la narrativa oral, casi una cenicienta de los estudios literarios.
Durante mucho tiempo tomé ómnibus que me trasladaban a los suburbios
semi-urbanos de La Plata
y de Berisso, donde estaban arraigados residentes provincianos, que, después de
rondas de mates, contaban sus anécdotas, cuentos, leyendas y fábulas. Con esos
trabajos logré obtener mi licenciatura y mi doctorado. Mi tesis de doctorado,
resumida, fue publicada por la
Editorial de la Universidad Nacional
de La Plata. Me
centré especialmente en las narraciones orales de provincianos y, como grupo de
contraste, los migrantes europeos, como los ucranianos y los lituanos. Es un
mundo tan mágico como la poesía donde se unen la Telesita y un famoso
mendigo: Sietesaco, y un no menos famoso delincuente: Caballo Loco.
P: C. c/Cristina Sathig, Guillermo E. Pilía |
¿Y
en tu actualidad?...
PC — Próxima
a mi jubilación, no quiero renunciar a la docencia de la poesía y al estudio de
la oralidad, como signo de identidad de un grupo. He comenzado a estudiar
Antropología en la Facultad
de Ciencias Naturales y a leer toda la poesía en prosa y en verso que pueda.
Nací entre libros; espero envejecer y morir entre ellos. Son amigos
silenciosos, que escuchan, preguntan y dan todo de sí.
De las varias reseñas que te
han difundido en la “Revista de Investigaciones Folklóricas”, una es
sobre “Cuentos orales de adivinanzas” de Constantino
Contreras, y otra sobre “Mesías y bandoleros pampeanos” de
Hugo Mario.
P: C. c/ José M. Pallaoro |
Has ejercido la docencia en distintas facultades y en otras instituciones, y de varias materias —por ejemplo, de Oratoria—, además del dictado de cursos, talleres y seminarios.
PC — Lo estimulante de la docencia, lo que a mí me conquistó, fue la posibilidad de transmitirles a los alumnos el valor de la palabra, la capacidad de la palabra para crear un mundo ficticio que, en la imaginación del lector, puede tener más vida que la vida misma. Al mismo tiempo, me interesó incluir en los programas de estudio, la lectura y el comentario de poetas contemporáneos. He disfrutado enormemente la fascinación de mis alumnos ante un poema bien escrito, que, tal vez, les costaba comprender totalmente y, luego, escuchar sus interpretaciones. Un adolescente puede ser el mejor de los lectores porque pone en juego un porcentaje muy alto de intuición.
De la materia Oratoria he sido profesora (de 2002 hasta marzo de 2005, cuando
fue suspendida en su dictado por cambio de programa) en el segundo año de la
carrera de Locución, en el Instituto Superior de Enseñanza Radiotelevisiva. Un
Locutor Nacional puede ser un gran difusor de poesía en un programa de radio.
Nunca se sabe quién puede escuchar un poema y qué emociones provoca.
Vigía, memoria, espejo ardiente, frontera, navegación, humo. Nuestros
lectores habrán advertido que los títulos de tus poemarios comienzan con la
palabra “libro”.
PC — Sí, enlaza con lo que conté sobre el protagonismo que los libros tuvieron y tienen en mi casa. Diría que son seres vivos, espejos vivos y no solamente se dejan leer, nos llenan de preguntas, nos inquietan, nos empujan a la vida, nos colman el espíritu y se desbordan. El libro es una de las creaciones más extraordinarias de la humanidad y dará permanente testimonio de lo que somos. En la actualidad, cuando veo a mi hijo leer un libro en la computadora y, cuando se entusiasma con un autor, comprar otros títulos, me convenzo de que el libro no morirá nunca. Se han diversificado las formas textuales, pero el libro perdurará. Pergaminos, códices, cuadernillos, pantallas, siempre habrá palabras sobre una superficie, para sembrar en las miradas.
“Donde mueren las palabras” es el título de un filme de 1946, dirigido por Hugo Fregonese y protagonizado por Enrique Muiño. ¿Dónde mueren las palabras, Patricia?...
PC — Las palabras mueren donde y
cuando son usadas con insidia, con negligencia, con agresividad. Como yo creo
en el poder de la palabra, siento que si es mal instrumentada, se la asesina. Felizmente
para las palabras también hay modos de resurrección. Se reconstruyen, se
resignifican, en el habla cotidiana, en la literatura, en el teatro, en el
cine. No puedo olvidar el asombro que me provocó escuchar a un Ingeniero
Agrónomo hablar de “la dormición de la
hierba”. Supuse que era una frase personal; pero me aclaró que era un
tecnicismo para definir el proceso de sequía del césped para resurgir en
primavera. La misma sensación tuve un día, dando clase, cuando les pedí a mis
alumnos que propusieran ejemplos de oraciones unimembres, como títulos de
películas, por ejemplo. Era la época de la guerra en Yugoeslavia y uno de los
chicos dijo: “El cielo de Kosovo”. Me quedé impresionada porque había captado
un nivel de lenguaje que va más allá de la comunicación lineal.
¿Dos o tres lugares donde
hubieras querido nacer y crecer?
PC — Yo estoy muy contenta con haber nacido
y crecido en La Plata,
que me garantizó una vida bastante provinciana, a una hora de los grandes
avances de la ciudad de Buenos Aires. Por afinidad de mi trabajo de campo,
también me hubiera gustado nacer y crecer en la cercana Berisso. Es una ciudad
de escasas dimensiones pero que reproduce una imagen del mundo: hay comunidades
de distintos países y de nuestras provincias. Otra es Santiago de Compostela,
por la tradición de los peregrinos que, a lo largo de siglos, han ido con su fe
a un lugar que hasta hoy es un faro de cultura y de comunicación entre
distintos grupos.
¿Qué poetas argentinos considerás
que han sido cruciales en tu formación como lectora y como poeta y qué
encontraste en sus obras de decisivo?
PC — Ricardo Molinari, por su
capacidad para describir con gran lirismo y hacerme sentir en el ámbito
descripto; Hugo Mujica, por el carácter metafísico de su poesía. Me conmueve
Roberto Juarroz: es como leer poemas-preguntas, poemas donde queda abierto un
interrogante que no puede ser respondido. Olga Orozco, por su modo de delinear
estados anímicos, con un vigor fortísimo. En la misma línea, Amelia Biagioni o
Diana Bellesi. Y de mi ciudad, por su disciplina, por su rigor en el uso del
lenguaje, destaco a César Cantoni.
P. C, c/ Cantoni, Taylor, Benialgo |
¿Qué encuentros con escritores han ejercido en vos una influencia perdurable?
PC — Recuerdo largas tertulias con
Horacio Castillo, un poeta excepcional, que permanentemente promovía a los más
jóvenes y toleraba nuestras inmadureces. Horacio Preler, quien nos inquietaba
con sus dudas. Rafael Felipe Oteriño, explicándonos los procesos de creación de
sus poemas. Y un escritor significativo, aun para disentir, es Víctor Redondo:
gran reflexivo de la función del poeta en la sociedad.
*
Patricia Coto selecciona poemas
inéditos de su autoría para acompañar esta entrevista:
Escribir otra vez.
Como si fuera fácil,
como si fuera un placer, un
viaje,
inocente viaje en torno al día
que sacude las sienes, puebla la
sangre
de otras sangres y deja un río
abierto
en el corazón de la mañana.
Escribir y esperar mientras el
poema clama,
mientras una tormenta se levanta
de cada línea.
Escribir y todas las voces se
alzan entre cenizas
cuando entre las palabras, surgen
fogatas
de incansable amor, de
siempreviva espera.
Escribir y que la mano quede
sedienta,
sobre papeles que no dejan de
arder.
Escribir para que el tiempo no se
deshoje,
no ceda al dolor ni al desespero.
Escribir y que el poema alumbre.
II
A veces se escribe demasiado
y es preferible el desierto
silencio,
la callada voz de las cosas
y en las pieles del alma.
A veces es necesario cerrar las
comisuras
de los poemas y de las hojas,
para que otra voluntad gane el
día,
para que otra esperanza se abra
de par en par
y exija una curva del mundo
que no exista, que sea necesario
crear.
A veces, el poema debe tener
más silencio que palabras,
más huecas páginas que ruidos
briosos.
III
¿Qué poema se puede escribir
cuando el sol, aunque brille,
Mejor, dejar la página en blanco
y esperarlo todo, hasta lo
inesperado.
Mejor cerrar los ojos y que el
alma del alma
pueble con sus luces la luz del
mundo.
Mejor no decir nada y quedarse
a solas con las palabras no
dichas.
A solas, con las palabras no
nacidas.
*
Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de La Plata y Buenos
Aires, distantes entre sí unos sesenta kilómetros, Patricia Coto y Rolando
Revagliatti, 24 de octubre de 2016.
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