Uno de mis grandes amores literarios es Rosaura a las diez, la justamente célebre novela con la que el entonces ignoto Marco Denevi (13 de mayo de 1920* - 12 de diciembre de 1998) ganó, en 1955, el Premio Kraft para la Novela Argentina.
Concursos son concursos, y, en rigor, lo insólito no es ganar un concurso sino no haber ganado nunca un concurso. Pero, dentro de dos años, Rosaura cumplirá seis décadas de vida, y su lectura -que suelo repetir cada tanto- me resulta siempre fascinante.
Antes de cumplir los treinta años, tuve la fortuna de que mi segundo libro de cuentos, Imperios y servidumbres (1972), fuera publicado en Barcelona por la Editorial Seix Barral. En realidad, en aquella época yo no sabía bien qué se debía hacer después de publicar un libro. Cierta conjunción de retraimiento y de desdén me condujo a no hacer nada, a -simplemente- esperar los acontecimientos, sin tener la menor idea, por otra parte, sobre qué acontecimientos podrían ser aquéllos.
No sé cómo, en 1975, me atreví a enviar por correo un ejemplar del libro, con una timidísima dedicatoria, a mi admirado Marco Denevi. No muchos días más tarde recibí una carta hermosa -ésta es la palabra adecuada- en la que el maestro me transmitía su opinión sobre mis cuentos.
Y, como una carta suele traer otra, y ésta una tercera, y así sucesivamente, llegó el día en que Denevi -con el que jamás hablé por teléfono: sólo nos comunicábamos por carta- me invitaba a tomar un café en la desaparecida confitería Saint James, que quedaba en la esquina de Córdoba y Maipú.
Allí estaba yo, mesa por medio, con ese hombre de aspecto muy atildado, de traje tradicional, de camisa y corbata. Ese hombre canoso, de estatura más bien escasa, de ojos algo hundidos y de preclara inteligencia, se hallaba sentado frente a mí. Él tenía cincuenta y cinco años; yo, veintidós menos.
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